Las sociedades abiertas se caracterizan por su capacidad para gestionar y encajar la diferencia y la diversidad de sus miembros. Por su flexibilidad para integrar a los contrarios. No está de más recordarlo ahora que se inician importantes controversias sobre el papel de la educación, la presencia de la religión en nuestras vidas, la defensa de la familia tradicional o la legalización de uniones sexuales peculiares pero que siempre han estado ahí. De estos debates deberíamos salir enriquecidos.

Hace muchos años que este país superó a Recaredo y a Robespierre. En nuestra sociedad existe hoy un amplio terreno para el debate ideológico y vital, con permiso de todos los doctrinarios profesionales que intentarán sin duda monopolizar el diálogo. Me refiero, por supuesto, a los señores obispos católicos y a todos esos sedicentes progresistas, tan a menudo, proyectos inconclusos o rebotados de cura, que décadas después nos siguen atufando con su laico pestazo a sacristía.

Recuerden unos lo que dijo Jesús de Nazareth sobre el papel del César y de Dios y, sin renunciar a defender sus creencias, no pretendan doblegar con ellas a todo el cuerpo social. Y sepan, por su parte, los ardorosos defensores del laicismo y el cambio social defender sus respetables opciones, sin ignorar que existen millones de conciudadanos que viven de forma consecuente su religión y tienen un papel reservado en el quehacer cotidiano de este país.

Debatan cuanto quieran. pero con mucho respeto.

*Periodista