La última vez que le vi, que le hablé, fue en la Mukata, cuando todavía no era su prisión. Me acerqué a él con la curiosidad respetuosa que se observa y guarda con los mitos y con las reliquias. Era las dos cosas, mito y reliquia, y como tal le describen sus enemigos y le veneran sus seguidores. Se tocaba la cabeza con la kefiá , el pañuelo palestino que forma parte de sí mismo, al igual que los ojos y la piel. En esa kefiá tan personal vi el mapa de Palestina.

Se lo dije. Arafat sonrió al escucharlo. Lo acogió con la complacencia con la que los pequeños dioses acogen el incienso. Después de hablar de las dificultades que los israelíes ponían a la paz, después de hablar del trágico destino del pueblo palestino, de su marginación y desventurada historia, le miré a los ojos y vi que tenía cristalizado el brillo histórico de las esperanzas frustradas. Y sin embargo hablaba de futuro, del próximo nacimiento del Estado palestino, y de que en ese día su misión estaría cumplida. Ya podría morirse en paz.

Ahora ha muerto y el Estado palestino sigue en el reino de las ilusiones deterioradas. Por la noche, ya en Jerusalén recordé los avatares del hombre que me había ofrecido un té y recordé su azaroso recorrido, dramático y violento hasta convertirse en el gran símbolo de Palestina, mucho más que su bandera o su himno nacional. Me vino a la memoria aquella tarde de noviembre de 1974, cuando recibió la consagración internacional como líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) ante la asamblea de la ONU: "Vengo con el fusil del combatiente de la libertad en una mano y con la rama de olivo en la otra. No dejen que caiga de mi mano. Repito: no dejen que la rama de olivo caiga de mi mano".

Su capacidad de organización y de liderazgo le permitió formar un ejército de fedayines, combatientes, tan aguerridos como leales. Combatió con acciones guerrilleras contra los destacamentos del ejército israelí, pero también con violentos actos de terrorismo, que tuvieron su más brutal expresión cuando un comando palestino entró en la villa olímpica de los Juegos de Múnich, que terminó con la muerte de once atletas israelíes y cinco terroristas.

EL EXITO diplomático más brillante de su vida fueron los acuerdos de Oslo y la firma del Proceso de Paz con el primer ministro israelí Isaac Rabin, bajo la mirada de Clinton. Disfrutó de grandes días de gloria, recibió junto a Rabin el Premio Nobel de la Paz y el Príncipe de Asturias. A Rabin, ese hecho, le costó la vida a manos de un judío ultraortodoxo. Y Arafat nunca consiguió la paz definitiva. Perdió la gran oportunidad que le ofreció el gobierno de Barak de sellar un acuerdo según las coordenadas de los llamados parámetros Clinton. Es cierto que en esas tierras tan santas las negociaciones son difíciles, porque no se negocia sobre geografía sino sobre teología, y hay demasiadas piedras sagradas que dificultan los acuerdos.

Con Barak ya se habían hecho los repartos, se había logrado, a través de sutiles transacciones, la división de Jerusalén, la devolución de los territorios ocupados y la construcción de vías, de amplias autopistas de comunicación entre Gaza y Cisjordania. A última hora, en una madrugada en Taba, el negociador palestino Mahmud Abbas --ahora uno de los posibles herederos-- estaba a punto de firmar el preacuerdo con el negociador israelí Slomo Ben Amí, pero una conversación con Arafat poniendo nuevas condiciones lo impidió. Exigía que se incluyera una cláusula en la que se reconociera el derecho de regreso al territorio de Israel de un millón y medio de palestinos en diez años. Resultaba inaceptable para los negociadores israelíes.

LA PAZ CON Israel erosionaba la imagen de Arafat entre los radicales palestinos, rompía en cierta manera su condición de mito, y él cultivaba la imagen de mito sobre todas las cosas. No quiso correr riesgos, porque la firma de esa paz significaría pasar de mito a líder que asume riesgos, y no quiso asumir riesgos que le exigirían dolorosos enfrentamientos internos. Los laboristas israelíes, con Barak a la cabeza, responsabilizaron a Arafat de la victoria de Sharon. Durante la campaña electoral, fanáticos palestinos cometieron sangrientos atentados en Tel Aviv y en Jerusdalén, lo que favoreció la lluvia de votos que elevó al poder al rey de los halcones, Ariel Sharon. Y desde entonces un collar de tragedias se enroscó al cuello del pueblo palestino, uno de los pueblos más martirizados a lo largo de la historia, ejemplo vivo de los condenados de la tierra.

La muerte de Arafat deja un gran vacío, aunque en sus últimos años de vida tuviera sólo una presencia hueca y poco operativa. No hay personas con un liderazgo claro para sucederle y por eso la lucha por el poder va a ser dura y esperemos que no sea violenta. La violencia puede plantearse con grupos radicales como Hamás.

En vida, Arafat manifestó el deseo de ser enterrado en la Explanada de las Mezquitas, un lugar ideal para subir al paraíso. Los palestinos estaban decididos a cumplir esa voluntad considerada sagrada, pero Sharon ha dicho que no lo consentirá. El cadáver de un mito es un cadáver terrible para sus enemigos. Se ha llegado a una solución que los palestinos consideran provisional, la de enterrarle en la Mukata de Ramala, que se convertirá en el santuario-mausoleo de peregrinación.

El pueblo palestino vive la emotividad de la despedida al Gran Viejo, como le llamaban afectuosamente, después veremos una descarnada lucha por el poder. El vacío de poder es más psicológico que real, derivado del sentimiento de orfandad, pero los sentimientos pasan como los días y con los días. A las nuevas realidades habrá que darle nuevas respuestas, y la mejor respuesta es la que dé el pueblo palestino en unas elecciones libres. No será fácil encontrar a una persona con la autoridad suficiente para afrontar los riesgos de una paz con Israel y Sharon tampoco va a dar facilidades.

Pero en una tierra donde se han producido tantos milagros, hay que confiar en el milagro, y en la voluntad de Bush, en la de los países árabes, en la de la Unión Europea y en la de la Rusia de Putin para que impongan --he escrito impongan, y he escrito bien-- un proceso de paz o la hoja de ruta para la paz. Como ven, un verdadero milagro.

*Periodista