En veinticinco años escribiendo opinión en la prensa aragonesa, recuerdo perfectamente esos momentos en los que la principal preocupación de los españoles (y la mía) era el terrorismo. Tengo una querencia especial por el País Vasco, por Bilbao, mi segunda tierra, y dolía ver cómo la sociedad era indiferente al pesar de las muertes perpetradas por ETA, y también al aislamiento social que sufrían los valientes que luchaban porque la democracia llegara también allí. A una de las tierras más bonitas de España. Luego vinieron otros pesares, y aquella preocupación desapareció de las listas, barrida por un problema más transversal como es la crisis económica y el paro subsiguiente. Ahora que ETA anuncia su disolución (de boquilla, porque en realidad su derrota ha sido una victoria de la sociedad civil y de las fuerzas de seguridad) no puedo evitar pensar que ya no se mata, pero que la calle sigue estando en manos de quienes no toleran un pensamiento que no sea el suyo. El caso de Alsasua y la agresión en un bar a varios guardias civiles, siendo un caso extremo, nos recuerda que no hay que bajar nunca la guardia. Y nos recuerda también que en sociedades pequeñas es muy fácil amargar la vida al que piensa diferente. Ya nadie mata, pero hay muchas maneras de matar civilmente a una persona. Por eso, cuando se juzga estos días en Cataluña a ciertos profesores que presuntamente avergonzaron a hijos de guardias civiles con sus comentarios, me pregunto si no somos conscientes del dolor que podemos causar sólo con señalar a otro con nuestras palabras. H*Periodista