La muerte no tiene nada que ver en lo que está ocurriendo, en cómo está sucediendo. Hace las horas extras que figuran en su contrato porque es la única especialista sin relevo, pero se ha lavado las manos como responsable natural de una pandemia de la que se siente, como mucho, simple funcionaria. Ella que siempre ha sido el alma del drama, está desposeída de las liturgias funerarias, del ritual por excelencia que da sentido al sinsentido. Sin despedidas, sin besos ni abrazos ni oraciones oficiales o improvisadamente íntimas. Con el dolor y las lágrimas contenidas por un estado de higiénica soledad, de impura impotencia. No, la muerte asiste a esta cruenta batalla por la vida y de la vida como una cinta transportadora, distante de la irresponsabilidad del ser humano que se arremolina junto a la hoguera de la esperanza con las llamas del pánico demasiado cerca.

El mundo se va quedando huérfano en su confinamiento. En algunos casos, literal y familiarmente. De esa condena aceptada brotan cada día sus mejores valores y también su ira, producto sin duda de una información que le llega oblicua y ciega por momentos su paciencia. Como todas o casi todas las ventanas están cerradas y los balcones abiertos para que respire el espíritu en los pulmones de los valientes que resisten en la calle por obligación, las redes sociales se ofrecen como vía omnímoda de expresión y comunicación. En ellas volcamos solidaridad, enormes agradecimientos de ida y vuelta, retos, recetas de la abuela, tutoriales gimnásticos, memes, biografías gráficas, consejos culturales y reflexiones para la resistencia... Sonoras carcajadas y terribles lamentos. Bajo esa gruesa capa de humanidad en carne viva, habita sin embargo también el rencor, que en esta tesitura de enclaustramiento multiplica sus cabezas de serpiente.

Como en toda guerra de incierto final, se buscan culpables pese a que el Covid-19 ya ha demostrado lo democrático de su guadaña. El motín es general y, según transcurre la cuarentena sin fecha en el calendario, los políticos de todos los colores y países sonrojan por la gestión de la crisis global, por sus desencuentros e incongruencias en la ejecución de las decisiones y por las zancadilllas de los opositores aun en la cima de una montaña insaciable de ataúdes. Por eso la muerte se enjabona puntual y escrupulosamente las manos, porque, por detrás de la gente que se juega la salud por el bien común, es la única verdad en este espinoso vertedero de mentiras partidistas. La próxima vez que las urnas soliciten el voto en cualquier rincón del planeta, con el coronavirus ya domesticado a cuenta de ¿millones? de cadáveres, las personas aprenderemos a seleccionar mejor a los líderes y a diferenciar sus virtudes y sus miserias. Por eso, ahora, somos mucho más víctimas de nosotros mismos que de un virus que mata sin permiso de la muerte.