Juan Valderrama ha propuesto con notable éxito en el Price un deslumbrante espectáculo; toda una declaración de amor a la poesía femenina, gran olvidada en muchos siglos de literatura universal, pues no en vano muy pocos recuerdan a Safo, insigne precedente de la lírica griega. Desde entonces, con alguna rara excepción próxima a nuestro excelso Siglo de Oro, la mujer ha permanecido ignota hasta nuestros días en algún oscuro rincón literario. Sin embargo, Rosalía de Castro tuvo la fortuna de compartir su vida con un compañero de viaje que creyó en ella y en su aptitud creadora, báculo en su época imprescindible para eludir la necesidad de ocultar bajo un seudónimo el género de las autoras que osaban plasmar por escrito sus emociones y sentimientos.

Después, todo cambió merced a lo que bien pudiera considerarse como la mayor, más justa y trascendental revolución de la Humanidad, hasta el punto de que en la actualidad, el feminismo casi ha borrado en gran parte del mundo la discriminación de género, al menos desde un enfoque legal. Falta, por supuesto, mucho camino por recorrer, pero son ya muy pocos quienes aún conciben a la mujer confinada entre cuatro paredes, relegada por una disparidad biológica imposible de obviar, pues embarazo, parto y lactancia son condición exclusivamente femenina, lo que para una minoría se hace extensible a otras circunstancias, hasta generar la tópica discrepancia entre la valorada masculinidad y la degradada femineidad. Así, cuando no existe un reparto equitativo de roles, aún resulta imprescindible el apoyo institucional para salvar restricciones improcedentes.

Y tras mi adhesión a la labor de Valderrama, no me resta sino recordar a otras poetisas aragonesas, como la recientemente desaparecida Asún Velilla, que nunca obtuvo su merecido reconocimiento.