Me entero por mi hijo adolescente y su amigo Kepa de que hay una nueva moda que arrasa en las redes. Adrián se divierte al ver a su anciana madre poniendo cara de «válgame el Señor», pero es que, como ustedes comprenderán en cuanto se lo cuente, me sobran los motivos.

Resulta que la moda consiste en ver a personajes que comen de forma desaforada, con todo lujo de ruidos y texturas, y que por ello obtienen millones de reproducciones y algunos llegan a ganar 9.000 dólares semanales. Sus ingresos provienen de la publicidad en YouTube pero también de las donaciones de sus fans, que les mandan dinero para que coman cual bestias. Pásmense. Una se siente muy arcaica aconsejando a sus hijos que estudien para labrarse un futuro.

Esto empezó en Corea, pero ya se ha extendido a otros lugares de influencia como EEUU y llegará aquí como llegó el covid, porque ahora nada se queda en su sitio. Vivimos, incluso en la nueva normalidad, en una especie de encierro compartido, transmitido, observado e imitado. Esta cosa concreta se llama mukbang y ya hay sesudos especialistas que intentan explicarlo: la soledad de muchos asiáticos les hace conectar con estas nuevas formas de expresión porque así no comen solos; la gente que está dieta se engancha para sentir alguna saciedad; hay una fascinación morbosa en ver masticar a otros… en mi interior se queda la nebulosa duda de si tales especialistas son sociólogos o mukbangólogos. En cualquier caso, tendrán razón, no lo discuto. Pero yo me siento tan ajena al fenómeno como a las explicaciones, es más, las explicaciones sólo me dejan una cosa clara, y ya la sabía antes, y es que no me gusta que me expliquen lo evidente. Está claro que como sociedad global vamos acumulando signos de enajenado escapismo. Y de uno en uno a veces también.

*Filóloga y escritora