Vivimos en sociedades cada vez más complejas pero cada día las percibimos desde una lógica más binaria. En blanco y negro. ¿Como es posible semejante reducción? Para explicarla, los filósofos aducen que el hombre tiene horror a una complejidad que pone en cuestión su condición de demiurgo. Los politólogos la atribuyen al ascenso de un populismo político que sabe que nada es tan sobrecogedor como el cine de Orson Welles. En blanco y negro. Los sociólogos hablan de realidades duales donde los grises que aportaban las clases medias han desaparecido en beneficio de una polarización que Marx intuyó y que el Estado del bienestar parecía haber enterrado para siempre.

Ninguna de estas explicaciones me parece suficiente. Es cierto que la última crisis ha provocado una depauperación que beneficia los extremos. También lo es que el populismo ha permitido que Donald Trump alcance la Casa Blanca. Sin embargo, creo que la victoria del todo a cien político es más consecuencia que causa del maniqueísmo que nos invade. En cuanto a los miedos, siempre han existido, pero la angustia que recorre Occidente nada tiene que ver con el pánico apocalíptico que acongojó las sociedades europeas cuando se acercaba el año 1000. ¿De dónde viene, entonces, esta tendencia a verlo todo, o casi todo, en blanco y negro, a catalogar a las personas y las ideas en buenas y malas y a pensar en términos de un yin y un yang desnaturalizado donde los opuestos nunca se complementan?

Creo que la respuesta requiere añadir al cóctel anterior el impacto de las redes sociales. Sin pretender atribuir solo a la tecnología la deriva actual, hay síntomas de que la polarización a la que asistimos tiene que ver con la difusión de los medios digitales. En concreto, con el uso que suele hacerse de Twitter y Facebook. Ambos artilugios están condicionados por el ADN binario que predomina en Silicon Valley. Cuentan con una arquitectura perversa que conduce al reduccionismo. La mayoría se deja llevar por una lógica de buenos y malos que todo lo somete a un mundo de amigos y de no amigos, como si la amistad no admitiera grados y matices. Es la consecuencia diabólica del me gusta / no me gusta, como si algo no pudiera gustarnos hasta cierto punto o no gustarnos del todo.

El medio es el mensaje, dijo MacLuhan en su más célebre aforismo. Una suerte de oximetáfora que negaba la división entre emisor y receptor. ¡Qué tiempos aquellos! Lo escribió en 1967. Medio siglo después, el receptor tiene la ilusión de haber triunfado. A un precio muy alto: el del sacrificio de la complejidad y el triunfo de la banalidad. El del fin de la mediación periodística y el triunfo de la verdad inherente al medio. Lo he leído en Facebook. Lo dice Twitter. Lo demás es ruido.

No sabemos todavía a dónde conducirá semejante espejismo. La serie Black Mirror dibuja un nuevo mundo orwelliano donde el dilema ya no está entre la verdad y la mentira sino entre la vida real y el universo virtual. Es el reino de la posverdad. A largo plazo, ya veremos, puede que el ser humano acabe dominando la tecnología, como ha sucedido tantas veces. Pero entre tanto, el blanco y el negro invaden la esfera de las ideas y de la política.

Kennedy fue el primer presidente obsesionado por la televisión. La adoraba. Trump la ignora o se cisca en ella. Y cada mañana, antes de zamparse sus panqueques, lanza al mundo un tuit que simplifica el tema del día. De esta manera, los estadounidenses se levantan con un mundo más seguro, reducido a 140 caracteres, sobre el que tienen que tomar posición. A favor o en contra. ¿El precio? Una brecha que conduce a una guerra civil (por el momento) virtual.

El fascismo y el comunismo dirimieron sus fuerzas en el campo de la propaganda. La socialdemocracia y el liberalismo ganaron o perdieron las elecciones de la posguerra a través de la propiedad de los medios convencionales. El populismo y la democracia se juegan su hegemonía en internet. Si nada hay tan democrático como las redes sociales, la democracia tiene la batalla ganada, sostienen los optimistas. Sin embargo, y a pesar de los aspectos innovadores y positivos que tienen las redes sociales, basta con mirar el mapa de los estragos que producen para constatar que no es así.

El populismo campa a sus anchas. Ganan terreno las ideas simples y simplificadoras vehiculadas por un Facebook que agrupa a sus seguidores en espacios homogéneos y un Twitter que alienta al que más chilla o insulta. En todas partes. También aquí, donde triunfan quienes mejor manejan el manual de populismo digital.

*Periodista y escritor