España cumple el segundo mes de confinamiento. La mitad de la población sigue aún en la fase más estricta, sujeta solo a alguna flexibilización como «alivio», mientras que la otra mitad ha iniciado la desescalada con una tímida recuperación de la actividad: los trabajos no esenciales que no pueden hacerse a distancia, los pequeños comercios y la restauración con aforos limitados, etc. El impacto sanitario, económico, social, político y personal que hemos sufrido, y el que aún solo intuimos, supera muchos de los conceptos que utilizamos para explicarlo y nos deja faltos de adjetivos. Podríamos recordar que esta epidemia ha provocado un número de víctimas mortales superior a muchas guerras y una debacle económica sin precedentes en cuanto a la mezcla de intensidad y velocidad. Y aún nos quedamos cortos. Millones de personas se han quedado temporalmente sin trabajo en todo el mundo, las democracias han tenido que adoptar modos muy próximos a los estados de excepción, el gasto público se ha disparado sin llegar a cubrir todas las necesidades, los sistemas escolares y universitarios han colapsado. Solo las especulaciones de la ciencia ficción habían considerado imaginable un terremoto social de estas dimensiones del que, provisionalmente, podemos extraer las primeras conclusiones al cabo de dos meses.

Una de las líneas rojas de esta pandemia la han marcado los sistemas sanitarios. Los más potentes han demostrado que la salud es una inversión antes que un gasto. Los que andaban heridos tras los hachazos del 2008 han tenido que confiar en la entrega de sus profesionales para solventar algunas carencias y han tenido que recurrir a gastos extraordinarios. Mientras que en los países sin sistema sanitario público de calidad el impacto ha sido muy desigual, como en EEUU, o de una magnitud de la que aún no tenemos visibilidad porque no contamos ni siquiera con estadísticas.

Una de las líneas verdes de esta pandemia ha sido la responsabilidad individual de los ciudadanos, que en el caso de España ha sido bastante modélica. La mayoría ha cumplido las reglas que se le han impuesto, por dolorosas que fueran, desde el confinamiento hasta la falta de contacto con los familiares o la imposibilidad de despedir adecuadamente a los fallecidos. Niños, adultos y mayores han seguido las instrucciones de las autoridades aun cuando fueran renqueantes. Y no hablamos de impresiones sino de datos. La monitorización de la movilidad lo demuestra y la encuesta de personas que han padecido el covid-19, solo el 5%, lo avala, aunque sea una mala noticia para la desescalada.

En el campo de la economía se ha jugado una batalla no menor que la sanitaria. La agilidad de las empresas para organizar el teletrabajo o de algunas industrias y servicios para reinventarse luchando contra el virus o dando respuesta a nuevas necesidades ha sido en muchos casos ejemplar. Pero también se han evidenciado algunas lagunas: la excesiva dependencia del turismo, la falta de transformación digital, los efectos de la desindustrialización local, la precariedad y la temporalidad intensiva en determinados sectores o la economía sumergida, que ha dejado a miles de personas sin acceso a las ayudas públicas, dejan una huella difícil de superar en el corto plazo. Los estados han sido rápidos en reaccionar pero lentos en actuar y lo han sido los que han llegado a esta crisis con un lastre de deuda pública muy grande, como España.

Posiblemente el aspecto menos ejemplar en este mundo cambiado por el coronavirus es la política: han fallado los liderazgos, ha sobrado populismo y la lealtad institucional ha brillado por su ausencia igual que la transparencia o la coordinación entre administraciones.