Una joven va a la playa con su novio, se hacen un selfi y ella lo sube a Instagram. Recibe 40 likes. Ahora imaginemos que en vez de hacerse la foto, la chica, que llamaremos Lucía, describe en una carta su jornada playera a una amiga: «Fui a la playa con Jorge; yo llevaba mi bikini nuevo, con un estampado de flores rojas, azules y verdes, el top de estilo bandeau, la braguita tipo tanga que tanto me favorece. Jorge se puso un bañador de color azul cobalto que resaltaba su bronceado. Formábamos una pareja tan atractiva que la gente no hacía más que mirarnos». La misma amiga que ha pulsado la tecla de like al ver la foto de la pareja reacciona con disgusto al leer el texto; piensa que su amiga es tonta y vanidosa, lo que le ha contado no tiene ningún interés y rezuma un narcisismo intolerable.

No hay peligro de que Lucía escriba a su amiga: no ha escrito una carta en su vida y tampoco sabría cómo hacerlo, le faltan palabras, su léxico es pobre aunque le alcanza para escribir wasaps y pies de foto de Instagram, no necesita más. y se emociona; detesta aburrirse.

Todos somos Lucía en el siglo XXI, narcisos e ignorantes. La neurología ha comprobado que el uso de las redes sociales transforma nuestro cerebro: perdemos la capacidad de concentrarnos y nos cuesta mantener la atención, leer y escribir textos largos. Los nativos digitales tienen dificultad para discernir entre las fuentes de información fiables y las que no lo son. Para acceder a la información nos basta con un clic; Instagram, Snapchat, Facebook, Twitter y WhatsApp nos conocen mejor que nuestras madres, saben lo que queremos antes de que siquiera lo hayamos deseado. Somos muy afortunados, ya no tenemos que esforzarnos en aprender o en pensar, los logaritmos lo hacen por nosotros, incluso nos dicen a quién tenemos que odiar o a quién debemos votar: las redes sociales hicieron ganar a Trump, a los euroescépticos en el referéndum del brexit, a Bolsonaro, impulsaron a Vox… Sí, no hay nada de lo que preocuparse. Voy a hacerme un selfi. H *Escritora