Musulmanes todos. Y de la misma forma. Si naces en una familia musulmana, parece ser que esta condición tienes que ostentarla a perpetuidad. No puedes dejar de serlo. Musulmán naces, musulmán te mueres.

Tantos años hablando de religión, intentando entenderla, explicándola, desmintiendo ideas falsas, participando en debates, charlas, entrevistas, respondiendo pacientemente a las preguntas sobre el tema intentando cambiar el marco que impera y que define el islam como conflictivo a la vez que permanente, inmutable. El tópico del musulmán que se pasa el día pensando en el hecho de que es musulmán, la imagen grotesca que define al otro solo en base a sus creencias. Los terroristas en esto han ganado: han impuesto la idea de que para un musulmán lo único importante es su religión. Peor aún, que en cada uno de ellos anida la violencia, puesto que son fanáticos por definición.

Cuando yo era pequeña, si alguien abría un debate religioso solía ser para hablar de trascendencia, de valores morales, de espiritualidad. No se discutía la importancia esencial de seguir los preceptos rituales, aunque casi todo el mundo los seguía, ni de cómo tenían que vestir o no las mujeres, porque eso formaba parte de un catálogo de normas que lo inundaba todo, incluso la religión, esto es, las normas del patriarcado.

Ahora parece imposible hablar de islam y diversidad, de las distintas formas en que esta religión se ha adaptado al paisaje donde se ha extendido. He tardado años en descubrir que muchas de las prácticas en las que crecí bebían del chiísmo o del sufismo. El modo en que las mujeres de mi familia entendían la religión no cabe en el molde rígido que proponen los discursos uniformizadores, fundamentalistas, el de los autoproclamados intérpretes de la ley divina.

Estos discursos no hacen más que colonizar a los musulmanes de todo el mundo haciéndoles romper con su propia tradición. Su consigna es que el islam es uno, el suyo, y se esfuerzan para reglamentar cada acción cotidiana de los creyentes. Tienen, además, una obsesión enfermiza con el cuerpo de las mujeres, porque parece ser que su gran dilema espiritual consiste en saber hasta dónde hay que cubrirlas.

Por supuesto que lo que resulta imposible a estas alturas es declararse ateo viniendo de familia musulmana, declararse no creyente habiendo nacido en la religión escogida, la que se supone superior a las demás. Fijar esa condición de musulmán es algo que se hace desde los dos bandos. Se hace desde dentro, desde las filas musulmanas, donde parece inconcebible que alguien pueda dejar de serlo. Al poder, además, esto le interesa. Cuando esperas el paraíso, tienes más paciencia con la corrupción y la injusticia de quienes te gobiernan. Pero lo paradójico es que sea en sociedades no musulmanas donde también se fije y propague la idea de que el que nace musulmán no solo no deja nunca de serlo sino que lo es siempre del mismo modo y a todas horas.

No hay más que repasar los medios de comunicación con más repercusión. Hay dos formas de aparecer en los espacios de gran difusión: o siendo un imán después de un atentado que explica que el islam es paz o siendo una mujer con pañuelo que sale defendiendo su pañuelo y asegurando que lo lleva voluntariamente. Son los papeles que puedes escoger. Sabemos que los medios que llegan a mucha gente no pueden apostar por el matiz, que la audiencia está garantizada si las posturas están enfrentadas, son extremas, si son viscerales, mejor aún. Pero el reflejo que esto nos deja es lamentable: si formas parte de esta población, o te identificas con alguna de estas dos figuras, el imán y la mujer con pañuelo, o no sales en pantalla.

Con todo esto, de lo que no hablamos nunca es de otros elementos diferenciadores tanto o más importantes que la religión. La lengua, la cultura, las tradiciones no vinculadas a las creencias, la memoria, la gastronomía, la literatura. Todo esto no existe si eres o has nacido musulmán, porque nadie quiere descubrir en ti la complejidad. Tienes que conformarte con ser un personaje plano, unívoco, estático en el tiempo. Inhumano.

Lo más triste es que ahora son los jóvenes los que se han tragado ese discurso. Lo cual no es extraño, en él han crecido. Repiten eslóganes para definirse a sí mismos como igualitos a los de los fundamentalistas más intransigentes. No saben nada de la religión de sus abuelas. La suya la han aprendido en las redes sociales y la televisión. Se entretienen decidiendo qué quieren ser de mayores, si mujer con pañuelo o imán conciliador.

*Escritora