Acaba de realizarse el debate en las Cortes españolas sobre el referendo catalán. El resultado, previsible. Rajoy se limitó a presentar un repertorio de respuestas mecánicas y frases huecas "amo a Cataluña como algo propio", o "planteen una reforma constitucional si quieren una consulta legal sobre el derecho a decidir". Esto es de políticos trileros, ya que su partido nunca permitirá tal reforma. Rubalcaba defendió la reforma constitucional en sentido federal, ya conocida. En definitiva, PP y PSOE al unísono han parado en seco la aspiración llegada de Cataluña. Este hecho no es nuevo, nada más hay que mirar por el retrovisor a nuestra historia. Desde hace un siglo y medio aproximadamente, la mayoría de la clase política española ha rechazado casi todas las demandas políticas del catalanismo con una doble y simplista argumentación: descalificarlas como "separatistas", y menospreciarlas por ficticias e infundadas. Podemos observar esta tendencia con Sagasta, Moret, Maura, Romanones, Aznar y ahora Rajoy. Las excepciones en sentido comprensivo han sido: Azaña, Suárez y José Luis Rodríguez Zapatero. Y ya conocemos los ataques furibundos a que fueron sometidos desde muchos frentes por ello.

Parece indiscutible, como acabo de mostrar, que el encaje de Cataluña dentro del Estado español es un problema ya viejo, y no solo catalán, sino que también español. Negarlo solo puede ser producto de mentes desconocedoras de nuestra historia. De estas, por lo visto poco ha, en el Congreso no faltan. Es obvio que un problema ignorándolo se corrompe y se pudre. La mejor opción es reconocerlo, estudiarlo y tratar de encauzarlo políticamente.

Para este objetivo, por si alguien no se ha enterado, hay que tener en cuenta que la solicitud del referendo ha llegado al Parlamento español por el 80% de los diputados del de Cataluña, 107 de 135, que, por cierto, los han elegido los ciudadanos catalanes. Y no hablo de las movilizaciones ciudadanas, calificadas por Rajoy como "algarabías". Por ello, las respuestas de los dos grandes partidos son incomprensibles. No se puede finiquitar cuestión de tanto calado aduciendo que es producto de la enajenación mental pasajera de una buena parte de una colectividad, como tampoco propiciar desde numerosos medios de comunicación la opinión de que esas aspiraciones son despreciables, al ser producto del "nacionalismo".

Al respecto es muy aleccionadora la opinión de José Luis Sangrador García, que aparece en el libro de Germà Bel Anatomía de un desencuentro. "Cuando los ciudadanos de estas pequeñas nacionalidades (Cataluña o Euskadi) muestran una fuerte identificación nacional, son tachados de "nacionalistas" por los grandes estados-nación, sin darse cuenta que ellos mismos son un producto histórico del nacionalismo. Así, según Billig creador del concepto de nacionalismo banal, el nacionalismo propio se presenta por el estado-nación como una fuerza cohesiva y necesaria bajo la etiqueta de "patriotismo", mientras que el nacionalismo "ajeno", aplicado a las nacionalidades subsumidas en tales estados, son una fuerza irracional, peligrosa y etnocéntrica. ¿Cómo calificar la obsesión de José María Aznar por las banderas, que el 12 de octubre de 2001, mandó izar en la plaza Colón una con un mástil de 21 por 50 metros, de 294 metros cuadrados (21 por 14) y de 35 kilos? Tan grande era su peso, que se cayó el 2 de agosto de 2012, afortunadamente no hubo víctimas, aunque tuvieron que reponerla bomberos, policía local y personal de la Armada. ¿Y a la fugitiva Esperanza Aguirre que dice: "Nosotros no nos disfrazamos de nacionalistas, porque la nación española no es cosa discutible ni discutida; España es una gran nación"?

Según José María Ruiz Soroa, la idea de poner la unidad nacional española a votación de los ciudadanos es en nuestro país obscena e innombrable, y palabras como autodeterminación nacional o referendo de independencia exigen ser exorcizadas no bien se mencionan, blandiendo el sagrado hisopo de la Constitución. La mejor manera de enfrentarse a un desafío secesionista serio y persistente, que tenemos ahí, es aceptar su propio planteamiento, es decir, estar dispuesto a poner la nación a votación. Si fuera una posibilidad reglada, los nacionalistas se tentarían la ropa antes de apelar a ella. Introducir la idea de un referendo de independencia como un seguro fracaso para la unidad española, y negarse por ello a aceptarlo siquiera como algo posible, es tanto como confesarse derrotado de antemano en ese debate.

QUIEN NO está dispuesto a poner su idea de nación a votación popular es porque no confía de verdad en ella, porque, como escribió Manuel Aragón: "Un pueblo de hombres libres significa que esos hombres han de ser libres incluso para estar unidos o para dejar de estarlo". Mas ofrecer esta posibilidad, solo está al alcance de políticos de la talla de Azaña, el cual con coraje dijo ya en 1930: "Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz... y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida, pudiéramos establecer al menos relaciones de buenos vecinos". Los actuales a su lado son auténticos pigmeos, aunque deberían ser conscientes que más pronto que tarde el problema habrá que abordarlo. Tiempo al tiempo.

Profesor de instituto