Primeros planos de sus genitales, desnuda mirando a cámara con un sombrero ladeado en la cabeza en actitud erótica y provocativa, Nadia fotografiada con sus padres en posturas inequívocamente sexuales... El juez de La Seu d’Urgell cree que hay indicios evidentes, que el padre, Fernando Blanco, ha participado en la provocación y explotación de su hija, y habla de tenencia y elaboración de pornografía infantil a raíz de examinar las fotos que la policía ha encontrado en uno de sus pendrives. La madre, Marga Garau, argumenta que las imágenes se han malinterpretado. Si ya era terrible que unos padres hubiesen utilizado la enfermedad de su hija (tricodistrofia) para pasearla durante años por las teles, pidiendo dinero y engañando a todo el mundo hasta reunir casi un millón de euros, es francamente horroroso pensar que se hayan lucrado vendiendo imágenes en la red de la pequeña Nadia como objeto sexual. La niña tiene 11 años. El padre está en la cárcel. La madre, en libertad con cargos.

Los periodistas no investigamos aquella historia. No comprobamos ni los nombres falsos de médicos, ni los ingresos en inexistentes hospitales americanos. Claro está que lo que hayan podido hacer los progenitores es responsabilidad de ellos, pero me pregunto hasta qué punto, con nuestra falta de cuidado profesional, hemos alimentado la bestia. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo podemos proteger a Nadia, que es la gran víctima de esta atrocidad? Las publicaciones rosas y amarillas apelan a los sentimientos más primarios, provocando una especie de clímax colectivo sin riesgo alguno. Lágrimas sin dolor y felicidad dulzona: entretienen.

Cuando todavía no imaginábamos ni la radio ni la televisión, uno de los mayores periodistas de la historia, Joseph Pulitzer, escribía: «Sin unos ideales éticos, un periódico puede ser divertido y tener éxito, pero no solamente perderá la posibilidad de ser un servicio público sino que correrá el riesgo de convertirse en un verdadero peligro para la sociedad». Aquí estamos y han pasado más de cien años. H *Periodista