Los de Teruel y algunos valencianos juntaron en la capital levantina el doble de gente que los del partido Vox en la plaza madrileña de Vistalegre. Sin embargo, estos últimos se convirtieron de inmediato en gran noticia y nuestros desvelos ferroviarios apenas tuvieron eco en los medios españoles más relevantes. Normal, porque reclamar una infraestructura de la que ya se hablaba hace más de cien años y cuyo interés regional resbala por completo a los madrileños no agita a casi nadie fuera del área interesada, no genera polémica, no permite que se espese la mala leche y sobre todo no da miedo, que es (junto al odio) la emoción más reseñable de la política actual.

Vox impresiona al personal porque reedita el discurso y hasta cierto punto las formas de la Fuerza Nueva de Blas Piñar. Pero está (todavía) muy lejos de ser una opción electoral relevante. Su casposo neofascismo posee demasiados rasgos grotescos. Y una cosa es que sus adeptos se multipliquen en redes y foros armando bronca, y otra muy distinta que obtenga algo más que un diputado por Madrid. O sea, como aquella FN tardofalangista. Lo que sucede es que en tres días se nos juntaron el subidón de Bolsonaro en Brasil, la reunión entre Le Pen y Salvini y los ecos del éxito de Trump colocando en el Supremo a uno de los suyos. Con lo cual la gente sensible se acongojó. Algunos chillaron. Otros recomendaron no mentar a la bicha para que no prospere en el huevo donde se incuba. Servidor, en cambio, aconseja encarar la situación con claridad, denuedo... y precaución. Esto que viene, sea nefoascismo o paleoconservadurismo, no es imparable ni fatal. Tiene remedio.

A mí, por ahora, me inquietan más los viejos partidos conservadores que los renovados ultras. Porque estos están influyendo malamente sobre aquellos. Ahí está Casado apelando al voto útil tras precisar que PP y Vox comparten muchas cosas, el Partido Conservador británico aferrado al brexit, los republicanos estadounidenses cerrando filas con el horrible Donald. ¿Qué ha sido de la derecha democrática?