Napoleón ejerció ambos grupos de potestades: las propias de un militar capaz y las indispensables para un hombre que aspiraba a ser político, empleando como medio, aquella profesión bélica. Nuestro Gregorio Marañón, un hombre de tantos conocimientos admirables y ejercidos de manera ecuánime, me sorprendió una vez cuando le escuché decir en la Universidad de Santander (agosto de 1951/1955) y en el curso de una conferencia suya, algo así como que quiénes criticaban al Corso, no eran más que sus últimos admiradores.

Nunca es sencillo juzgar a un hombre extraordinario como pudiera que fuese Napoleón pero me resulta difícil compartir la calidad que parecía concederle Marañón. Hace pocos días, he vuelto a releer a George Roux (La guerra napoleónica de España) y me cuesta demasiado asignarle a Napoleón la alta estima que le atribuye George Roux en ese libro suyo.

¿Cómo valiendo tanto, pudo afrontar Napoleón operaciones guerreras tan desmedidas como las de su campaña rusa emprendida sin ni siquiera haber rematado antes la guerra que suscitó en España; ¿hubiera sido posible sacar exitosamente adelante aquellas dos fracasadas empresas o verdaderamente Napoleón estaba llamado al desastre por deficiencias que le eran imputables?

Nada ganó Napoleón ni en España ni en Rusia, que hubiesen justificado al menos a posteriori, tamañas empresas. ¿Cómo valiendo tanto Napoleón no comprendió la insensatez de su campaña rusa que acumulaba riesgos, agravando los daños que sufriría «a dos bandas separadas por centenares de kilómetros» (los que alejan a España de Rusia) y cuando no contaba siquiera, de seguridad alguna de acabar la guerra de España de manera menos mala de cómo la tuvo que acabar?

Nada ganó, desde luego, ni siquiera todo lo que habían sustraído durante su permanencia en suelo español, dado que una parte de aquel botín lo perderían tras la batalla de Vitoria. En esa batalla, sólo ganaron los buscavidas con suerte y perdieron ambos bandos, aunque el francés a cambio de sufrir más de siete mil bajas entre muertos y heridos, enriquecieron los museos de París con lienzos de gente cómo Rubens, de Tiziano, de Velázquez, de los que sólo se recuperaron, salvo error mío, la Inmaculada de Murillo, devuelta por el mariscal Petain en 1940 a petición de Franco; ¡menos da una piedra!

No es sencillo de comprender qué se proponía Napoleón con aquellas dos sucesivas acometidas a dos extremidades de Europa y cuesta mucho creer que ciertamente, formaran parte de un plan razonable para someter al Continente entero al mandato de un hombre como Napoleón que no era en modo alguno, un demócrata sino el representante de un modo de gobernar cuya esencia consistía en domesticar la voluntad de Europa entera, por la suya; suponer que Napoleón pretendía instaurar en el Continente algo ni remotamente parecido a una democracia, sería absolutamente inviable. Napoleón confiaba sólo y nunca ilimitadamente en los que designaba y cumplían con éxito, las decisiones de su voluntad.

Una prueba evidente de cuáles eran los propósitos permanentes de Napoleón, su «arte de gobernar», lo revela el tratamiento que diera a su propio hermano José al que quiso hacer rey de España aprovechando la debilidad del Borbón aquí reinante (Carlos IV) y de su extraña familia en la que destacaban, negativamente, la reina Doña Mª Luisa y el heredero, luego Fernando VII. Aquel rey impostado tuvo que abandonar la Corte en tres ocasiones, la tercera para no regresar y siendo una persona digamos que normal, acabo siendo una especie de pelele a las órdenes de aquellos generales que sólo obedecían a Napoleón.

En 1808, el emperador francés «desconocía a la España de aquel tiempo, asegura Roux» y quizá a la España de todos los tiempos»; su memorialista de Santa Elena opinaba «que Napoleón se construyó una España simplemente imaginaria». Y así le fue.