Mucho me temo que Dilma Rousseff no pueda conciliar el sueño en mucho tiempo. La selección alemana no solo humilló a la brasileña en el estadio sino que destrozó la ilusión de un país entero y prendió la mecha de esa bomba social narcotizada mientras cantaba los goles de la canarinha. Antes de que acabe el Mundial los brasileños han empezado a pedir cuentas, y estas no saldrán porque es imposible cuadrarlas: el Mundial de Brasil ha costado lo que costaron los de Alemania y Sudáfrica juntos sin posibilidad de que revierta lo gastado, porque un país con 37 millones de pobres alimenta tanta violencia que los cálculos sobre el turismo han pinchado. Y ahora, cuando hay que seguir gastando lo que no tienen de cara a los Juegos Olímpicos de 2016, toca pagar mientras la sanidad y la educación siguen bajo mínimos en un país que arrastra hacia el océano un exagerado porcentaje de sus basuras hasta convertirlo en una letrina. Solo un ejemplo: Brasilia, con un equipo de fútbol de tercera y apenas mil socios, ha construido un estadio de 70.000 localidades, y se baraja la idea de destruirlo porque será imposible mantenerlo. Es una desgracia que los gobernantes enloquezcan por el fútbol y no por la cultura, el arte o la música. A buen seguro que la ópera dejaría de ser un espectáculo minoritario. Y no exagero. Hace 30 años, miles de españoles que no habían leído un libro en su vida descubrieron a Marguerite Yourcenar porque el presidente dijo que era su autora de cabecera. Así nos va. Periodista