Que de las crisis también surgen oportunidades puede dar fe el primer resultado de las elecciones en Francia, en principio país nuclear para la supervivencia de esta UE, esa macroalianza que como ya sabemos no avanza hacia la integración y sí hacia la desigualdad. Marine Le Pen no solo es una enemiga del sistema sino también una colaboradora necesaria para que de la política desaparezca el motor de la ideología. Ya no se aspira a un buen gobierno, ahora la máxima es el mal menor, una especie de pospolítica consecuente con una época de posverdad. El beneficiado en este caso es Emmanuel Macron, una vuelta de tuerca más respecto a la vía que abrió el tecnócrata italiano Monti; uno más que no se compromete con la distinción derecha/izquierda, riguroso defensor del statu quo neoliberal, que ni siquiera tiene un partido detrás, y cuya formación, En Marche, es solo el acrónimo de su nombre y apellido.

Capítulo aparte merece la espectacular caída del bipartidismo, que solo sumó un 26% de los votos. Los socialistas, divididos y enredados en la retórica pueblo/elites (¿nos suena?), apenas llegaron al 6,2%, mientras el conservador Fillon se hundió asediado por su propio caso de corrupción, aunque nada comparado con lo que tenemos por aquí.

Según Metroscopia, en nuestro país, el 96% cree que no se ha puesto fin a los casos de corrupción, que por cierto nos cuestan 90.000 millones de euros al año, según la Comisión de Mercados y la Competencia. Además, solo el 45% de los seguidores del PP y el 34% de los del PSOE confían en que sus partidos puedan o quieran combatirla. Sin embargo, España o bien continúa siendo diferente (Fraga dixit) o bien seguimos varios pasos detrás de Europa. Nuestras lógicas no contemplan que el testigo Rajoy tenga la extrapolable responsabilidad in vigilando que ha obligado a irse a Aguirre. Tampoco que su ministro Rafael Catalá deba aclarar relaciones dudosamente éticas y comportamientos de clara injerencia partidista en lo judicial, incluida la gestión de nombramientos y ceses; vergonzoso escenario que sin embargo no le impide proclamar que la única «responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas». Solo le falta decir: a qué tanto escándalo si los españoles nos perdonan una y otra vez que pongamos el cazo.

En parte, no le falta razón. Mientras en países como Francia se ven obligados a ejercer el voto cerrando los ojos, en otros como España lo hacemos tapándonos la nariz. H *Periodista