Según van transcurriendo los años conozco a más gente que dice no gustarle las navidades. Quizá sea porque una sensibilidad especial se instala, sin saber porqué, hacia las desgracias y pérdidas de los demás, cuando estas están presentes todo el año; puede ser que, de alguna manera, tomemos conciencia de esa realidad. En torno a estos días pasados surgen donaciones, galas, campañas que se esfuerzan en conseguir fondos económicos para los más necesitados. Nos volvemos más solidarios; nuestra actitud se transforma, acudimos a citas disfrazados para cantar a los ancianos, repartimos comida para el banco de alimentos, visitamos a los niños ingresados en hospitales, echamos monedas a los que piden y whatsappeamos incansablemente deseándonos los mejores augurios, una práctica adictiva que evita el contacto directo con los comunicantes, de tal manera que si uno no tiene whatsapp es una incomodidad. Todo esto envuelto en una nube que incita al consumo abulímico en todos los aspectos. De vuelta a lo cotidiano todo queda sumido, la mayoría se transforma en lo que es y las conciencias se callan, salvo los que verdaderamente sienten solidaridad y son generosos con los demás. Esos voluntarios de barrio que trabajan todo el año para que nuestra pobreza no ahogue a las familias, una labor encomiable y verdaderamente extraordinaria. Si existe eso del espíritu navideño, ellos son los que realmente lo mantienen y lo practican. Nuestro reconocimiento debería de hacerse público, una noticia en la prensa no es suficiente. Las instituciones y los gobiernos son los que tendrían que abanderar ese reconocimiento, ¡qué menos!, ¿o es mejor mirar para otro lado?

Pintora y profesora de C.F.