La intención del presidente de Aragón, Javier Lambán, de adaptar el Pacto del Agua a la realidad del año 2020 no debe verse como una enmienda a la totalidad de una mesa de consenso que ha sido puesta de ejemplo pactista en todos los foros nacionales e internacionales. Si la situación en 1992, año de su creación, o en el 2006, cuando el pacto sufrió una profunda revisión, era compleja; se dan casi 30 años después diversas circunstancias que hacen necesaria una actualización de un pacto que ha funcionado a trancas y barrancas pero que ha servido para ordenar las necesidades hidrológicas de la comunidad e intentar aunar voluntades entre la montaña y el llano, entre regantes y ecologistas.

Desde el año 2006 han sucedido muchas cosas. La superficie regable en la comunidad autónoma se ha incrementado en más de 100.000 hectáreas. Los embalses conflictivos han sufrido diversos avatares judiciales y han seguido generando controversia. La agenda 2030 y los objetivos de desarrollo sostenible cobran ahora una importancia que no tenían entonces, y el cambio climático es una realidad que solo los más excéntricos cuestionan. Además, el mapa político aragonés ha cambiado hasta el punto de que casi un tercio del Parlamento está formado por partidos que no existían hace tan solo década y media. Y además, el Gobierno está formado por cuatro partidos que no solo mantienen puntos de vista encontrados en política hídrica, sino que en ocasiones les ha enfrentado claramente. Asimismo, el Gobierno central -que no es un testigo indirecto, sino agente principal en el debate y la ejecución del pacto- ha pasado de tener ministros trasvasistas a responsables que rechazan de forma manifiesta las grandes obras hidráulicas.

Por este motivo, parece lógica la intención de actualizar este gran pacto y ponerlo al día, aunque sea tarea compleja. Y no se entiende el rechazo de quienes consideran que este foro es inamovible como una mole granítica.