Llama la atención que muchos de los políticos que, de buena fe, pretenden llegar a acuerdos, desconozcan las más elementales reglas básicas que son imprescindibles tener en cuenta, si se quiere conseguir el éxito. La primera es la discreción. Sin discreción no hay acuerdo posible salvo que se pretenda un trágala para la parte contraria. Dice Cervantes que «la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso». La segunda regla es aceptar que, en un buen acuerdo, todos ganan y nadie pierde. De no ser así, el acuerdo tendrá los días contados. Y una tercera regla, y qué tiene que ver con la primera: ojo con algunos voceros que, ¿sin quererlo? han hecho fracasar muchos acuerdos.

Cosa distinta, que nada tiene que ver con buscar la conciliación o el mutuo entendimiento, es que quien presenta la iniciativa pretenda simplemente obtener una buena foto, cuyo efecto no durará más que unos instantes y abortará, con seguridad, cualquier posibilidad real de compromiso. En este supuesto, no intenten el acuerdo, ni siquiera acusen recibo. Salvo que sean unos ingenuos redomados o estén en Babia. Porque, en el mundo de la política, la buena fe es una excepción. Y en otros mundos también, no necesariamente los más lejanos. Repito: cuando alguien les invite a entenderse a través de los medios de comunicación, desconfíen como primera providencia. Lo más útil es una simple llamada telefónica para hablar, sin dar cuartos al pregonero.

Conociendo las reglas más elementales es fácil llegar a acuerdos. Basta con tener algo de intuición, lo que algunos denominan olfato político, para adivinar la predisposición al acuerdo del contrario. Predisposición que, si es sincera, puede estar motivada por una necesidad perentoria de ambas partes o forzada por una circunstancia grave o sobrevenida; un virus por ejemplo. En ambos casos hay que intentar recorrer el camino hacia el acuerdo, haciendo todo el esfuerzo que sea necesario, con generosidad y buen sentido.

Con todo lo dicho, al final, la decisión definitiva del acuerdo depende de que ambas partes sepan ceder (¡qué fácil es decirlo!). Una vez conseguido el acuerdo, o hilvanado al menos, llegará el momento de darlo a la luz y asumir con gallardía todas las críticas, porque siempre las hay. A partir de ese momento hay que procurar no reblar y aguantar la posición.

Al escribir este artículo, mi único propósito es dejar claro que en España --en Aragón, tierra de pactos, no tanto-- padecemos un grave déficit de acuerdos. Incluso hoy, ante la más grave crisis sanitaria, económica y política en un siglo, somos incapaces de «arreglar» un acuerdo de mínimos para sacar al país del atolladero. Sufrimos una crisis que merece más generosidad y atención por parte de los políticos --Gobierno y oposición-- más cuidado de los medios de comunicación y mayor exigencia por parte del paciente pueblo soberano. Sabiendo que no todo es «pompa y circunstancia». La discreción es el cimiento del acuerdo. Ya llegará el momento para levantar la casa, orearla y darla a conocer.

Nunca he podido asumir las razones por las que en España resulta tan difícil que los contrarios entiendan. Así ha sucedido casi siempre y repugna pensar que tampoco ahora, cuando el país va a sufrir más de lo que muchos imaginan, seremos capaces de cumplir, con altura de miras, la idea de que la política es el arte de llegar a acuerdos, en beneficio de la mayoría.

Si los españoles hubieran entendido la importancia de la conciliación, nuestra historia hubiera sido mucho menos trágica de lo que fue. Incluso, hoy no estaríamos en el G-20, sino en el G-7. Ni estaríamos sufriendo la mayor crispación política e incluso social en 40 años. No puede una nación hacer depender su futuro de las fobias o filias de algunos. Aunque, diciéndolo todo, tampoco hay derecho a tener los líderes que tenemos, con pocas excepciones. Espero que algún día lo comprendan y salgan de sus trincheras, a campo abierto, sin necesidad de renunciar a sus esencias ideológicas, pero predispuestos a reconocer que la verdad no siempre está de nuestro lado, al menos con carácter exclusivo.

Llevamos cinco años perdidos desde el 2015. Es la fecha del asalto a los cielos de algunos, de la celebración del independentismo y de la irrupción de la mugre de la política. Cinco años desaprovechados para hacer las reformas que España exige y que, hoy más que nunca, son necesarias para hacer frente a la pandemia y sus consecuencias sociales y económicas. Otra oportunidad perdida, salvo que un par de líderes aprendan a llamarse por teléfono simultáneamente. La pandemia debería ser el catalizador del acuerdo. En caso contrario seguiremos en una política agarrotada, inestable, sin gobierno ni oposición, sin saber cuál es el horizonte de este país. Es decir, como casi siempre, menos en el tiempo de la Transición.