Un respetado amigo ha publicado recientemente una interesante reflexión al hilo de la polémica que se ha organizado después de la firma del famélico acuerdo que permitirá aumentar el Salario Mínimo Interprofesional hasta niveles escandalosamente bajos. En un plazo escandalosamente largo. Y con unas condiciones escandalosamente leoninas. La foto de esa firma es de las que hacen salivar a cualquier jefe de gobierno: él y su ministra de Trabajo (sonrientes, dichosos), los jefes de las patronales CEOE y Cepyme (también felices) y los secretarios generales de CC OO y UGT. Estos, todo hay que decirlo, con cara de circunstancias. Como si fueran de invitados a una boda en la que se casa con otro la que fue su novia.

Como no podía ser menos, en este país tan dado a reflexionar con las vísceras que se sitúan por debajo de la cintura, fue plantar su firma en el documento y empezar a lloverles los palos desde los cuatro puntos cardinales de la política y, especialmente, desde esa subpolítica que se dirime en las redes sociales donde cualquiera, documentado o indocumentado, puede soltar su diatriba a sus anchas y sin limitaciones.

Así pues, y según esos airados críticos, los grandes sindicatos de clase (siguen siéndolo, a pesar de su evidente pérdida de peso, por comparación con el resto) se han humillado públicamente al dar su aval a un acuerdo al que, como poco, se puede calificar de miserable porque se limita a repartir unas pocas migajas entre los trabajadores más necesitados mientras crecen a todo vapor los beneficios de sus empresas, e incluso hace depender esas migajas del aumento de los beneficios empresariales. O del crecimiento del PIB, que viene a ser lo mismo.

De acuerdo. ¿Cómo negar que eso es así? ¿Quién puede discutir seriamente que el acuerdo es una ligerísima concesión, casi una masiva venta de humo, a cambio de una formidable operación de propaganda que pretende mejorar la imagen del PP y de Mariano Rajoy, esa imagen que se ganaron a pulso como auténticos devastadores de las conquistas laborales y sociales alcanzadas a lo largo de muchas décadas de lucha? En mi opinión no es eso lo que se debería debatir. O por lo menos, no así, haciendo abstracción de las concretísimas circunstancias en las que se mueven los sindicatos, los trabajadores, la economía y, en general, la vida de los españoles desde que estalló la gran crisis.

Decía ese amigo (Javier Delgado Echeverría), en su reflexión compartida, que «no se valora el enorme esfuerzo intelectual y moral de los dirigentes sindicales que se humillan públicamente (…) si es preciso hacerlo para obtener mínimas cosas, cuando la base social no quiere arriesgarse ni siquiera a conseguir esas migajas».

Y me parece que no puede estar más atinado, ¿qué quieren que les diga? Salvo que pensemos verdaderamente que esos dirigentes sindicales son tontos de capirote o están vendidos al oro gubernamental y patronal, es evidente que sabían lo que firmaban… e incluso la que les caería encima por hacerlo. Y, sin embargo, lo hicieron. Es claro que una negociación es, en realidad, una confrontación. Civilizada, con buenos modales, pero una confrontación en la que lo que se puede obtener depende muy mucho de la posición de fuerza o debilidad que a ella lleva cada negociador. Y también está muy claro que la posición actual de los sindicatos es más bien precaria, al contrario de la fuerza que exhiben patronal y gobierno.

Pasemos a la siguiente pantalla: ¿De dónde obtienen su fuerza los sindicatos de clase? Es una pregunta más bien retórica, puesto que todos sabemos que la obtienen del respaldo que sus propuestas reciben entre los trabajadores y, de manera muy especial, de la capacidad movilizadora de esas propuestas. Llámense manifestaciones, paros, huelgas sectoriales o huelga general… Y hagamos una pregunta menos retórica: ¿En qué nivel de movilización están los trabajadores españoles hoy?

La respuesta, si se tienen ojos es la cara, es que ese nivel está entre cero y por debajo de cero. Cuando el miedo a perder lo poco que se tiene se impone entre la población trabajadora, la capacidad movilizadora de los sindicatos se reduce así de drásticamente. ¿Qué deben hacer entonces? ¿Convocar huelgas que no van a ser secundadas? ¿Dejar las cosas como están? ¿O seguir trabajando y negociando en la medida de lo posible? Se critica a los sindicatos por no dejar de trabajar en una época de reflujo social, de parálisis participativa, de auténtico miedo a perderlo todo. Y se olvida, añado yo, que si dejaran de trabajar sería muchísimo peor el remedio que la enfermedad

No se puede negar que los sindicatos, que alcanzaron una fuerza muy considerable en épocas pasadas, incluso durante los últimos años de la dictadura, se han visto debilitados en buena parte por sus propios errores y por algunas actitudes personales de sus dirigentes que resultan muy poco presentables. Sí, todo eso es cierto, pero… vayamos un paso más allá. ¿Es que, como han cometido errores y se han visto mezclados en asuntos poco claros, debemos negarles nuestro apoyo para siempre? ¿Y quiénes son los más perjudicados por esa falta de apoyo a los sindicatos? ¿Ellos? No: los más perjudicados son los trabajadores.

En 2012, la Reforma Laboral del PP y sus recortes en políticas sociales recibieron una respuesta de la sociedad española que me atrevo a calificar de “tímida”. Y, lo que me parece más preocupante: las protestas empezaron a circular por vías ajenas a los sindicatos de clase,por su incompetencia y pasividad. Nacieron las mareas y una buena parte de la población, sobre todo la más joven, dejó a un lado a las organizaciones tradicionales para secundar esos nuevos movimientos… con resultados muy poco espectaculares, más allá de unos bonitos planos televisivos con los antidisturbios como protagonistas. Omito el anarco /sindicalismo deliberadamente

Así pues,el poder económico, se frota las manos y va laminando las conquistas laborales y el estado de bienestar alcanzados en buena medida por la presión sindical, que es tanto como decir «por la presión de la clase trabajadora» porque es esta la que fortalece a aquella. Y contemplan con indisimulado regocijo las críticas que, desde esa nueva izquierda, llueven sobre los sindicatos tradicionales mientras que no asoma por ninguna parte una alternativa para ellos. Hagámonos una pequeña reflexión. Los dos grandes partidos tradicionales de la izquierda en España, PSOE y PCE (luego Izquierda Unida) han tenido siempre un fuerte vínculo con los dos grandes sindicatos (el PSOE con UGT y el PCE con CC OO). ¿Con que sindicato se vincula a Podemos? ¿Con uno denominado SOMOS, cuya implantación a nivel estatal es mínima? ¿Con las mareas sectoriales que acaban siendo todo lo contrario de un sindicato de clase? Y, ¿con quién se vinculan los antisistema, la CUP, etc.? La sopa de letras que podría servir para dar respuesta a esta pregunta sería muy indigesta.

Con todos sus errores y sus desviaciones, los sindicatos de clase han sido desde el siglo XIX el gran instrumento de liberación de los trabajadores en Europa, los que han combatido en primera línea por los salarios, por la estabilidad laboral, por los derechos de los trabajadores… Los que, cuando han visto desviarse a la izquierda en el poder, han llamado la atención con sus movilizaciones.

Critiquémosles todo lo que haga falta, pero no caigamos en el error de privarnos de su concurso para cuando haya que volver a reconquistar lo que les han quitado a las clases trabajadoras. Aunque sea preciso no fijarnos en el currículo de algun dirigente. No le hagamos el caldo gordo a la derecha desde posiciones de izquierda diletante. No esperemos que la desigualdad rampante gire media vuelta solo por enarbolar banderas, tricolores o esteladas. Contra la desigualdad se combate con instrumentos eficaces, y los sindicatos de clase han demostrado ser el más eficaz entre los que se conocen.

Abandonarse a otras ensoñaciones es lo que describe el propio Javier Delgado, en la última cita que me permito de su texto: «Soñar, en tertulias de viejos amigos muy luchadores, con todo tipo de cambios inmediatos (la República, sin ir más lejos). Confundiendo las nobles ilusiones con las no tan nobles fantasías narcisistas, más propias de adolescentes».

*Exdiputado del PSOE