Cuando el resultado que se persigue en una negociación es lo que hemos convenido en llamar «bien común» o «intereses generales», el proceso para alcanzar acuerdos o pactos debe seguir reglas diferentes a las aceptadas cuando el beneficio es privado. Dicho de otra manera, en el contexto de lo público, negociar no puede ni debe consistir en el mero intercambio de beneficios o ventajas para cada una de las partes.

Esto tiene dos motivos de fácil comprensión: por una parte, los negociadores son representantes de los ciudadanos y por tanto no son dueños de «la mercancía» con la que negocian. Por otra, la definición de bien común o de interés general, aunque difícil de acotar, no es patrimonio exclusivo de la ideología a la que obedece el negociador de turno, sino que pertenece a un ente colectivo, el titular de la soberanía, que no es otro que el pueblo.

En un modelo en el que el protagonismo político lo tienen casi en exclusiva los partidos, el problema se plantea porque con frecuencia los negociadores públicos atienden a intereses diferentes, y a menudo contrarios, al interés general. Ya sean los personales, los del partido, los del territorio o los del grupo social o económico que ha apoyado su carrera, estos intereses siempre acaban por contaminar la negociación y por perjudicar al bien común.

El último ejemplo es el de la aprobación de estos tardíos Presupuestos Generales del Estado. El PP necesita los votos que le faltan para alcanzar la mayoría absoluta que no tiene, y para ello debe pactar con otras fuerzas políticas. Hasta ahí, nada que objetar, parece incluso un contrapeso saludable que el partido que gobierna tenga que pactar con la oposición. El problema surge cuando la negociación o el pacto se sustancian en términos impropios, y los ciudadanos empiezan a hacerse preguntas como las siguientes: ¿Cuánto hemos pagado los que no tenemos la fortuna de vivir en el País Vasco por el voto del PNV? ¿Cuánto nos costará a los españoles peninsulares y baleares el disputado voto del Sr. Quevedo?

Durante décadas, el sistema electoral español ha dotado a las fuerzas políticas nacionalistas de una desproporcionada representación en las Cortes Generales, poniendo en sus manos legislatura tras legislatura la clave de la gobernabilidad, y forzando pactos políticos y económicos muy beneficiosos para sus territorios, en detrimento del interés común en nombre del cual deberían haber negociado. La situación actual en Cataluña tiene mucho que ver con el mercadeo continuado que sucesivos gobiernos centrales han mantenido con unas fuerzas nacionalistas que nunca tuvieron bastante con el autogobierno, y que hoy exigen la independencia sin pudor, como niños malcriados a los que se consintieron excesos que afectaban a lo esencial, a cambio de unos votos coyunturalmente necesarios.

A fuerza de costumbre, hemos llegado a la perversión de considerar normal que los representantes públicos pacten, como si fueran astutos comerciantes o sagaces empresarios que buscan legítimamente el mayor beneficio para su negocio. Los políticos nos representan a todos y tienen la obligación de trabajar por el bien común. Su negociación con otras fuerzas políticas sólo puede tener como moneda de cambio la cesión en los planteamientos programáticos o la asunción temporal de postulados ideológicos que no son exactamente los propios; pero nunca, el otorgamiento de beneficios económicos o de cuotas de poder, a cambio del voto, aunque el fin sea tan justificado como la estabilidad que proporciona la aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado.

Ceder a la fácil tentación de confundir negociación política con simple intercambio puede llevar a situaciones difíciles, como la que se le plantea ahora mismo al partido de Albert Rivera. Ciudadanos, que ha tenido como bandera la igualdad entre territorios y que se ha mostrado abiertamente contrario a los cupos vasco y navarro, tendrá que cerrar los ojos al votar a favor de los Presupuestos, para no ver cómo el PP ha obtenido el voto del PNV a cambio de los 400 millones que el País Vasco se ahorrará este año en la factura del cupo.

La cosa pública no es un negocio. En la negociación política no vale todo. Si este tipo de comportamientos se normaliza, el alejamiento entre la ciudadanía y la política será cada vez mayor y el Parlamento se parecerá cada vez más a un zoco y cada vez menos a lo que debe ser, la asamblea de los representantes del sujeto de la soberanía nacional.

*Escritor