Definitivamente el mundo macro no es el de los ciudadanos. La Comisión Europea ha determinado, sorprendentemente, que España ya no sufre "desequilibrios económicos excesivos", pese a que datos tan escandalosos como los relativos al aumento de las desigualdades o el paro juvenil no hayan mejorado. Mientras el Gobierno del PP habla de creación neta de empleo para 2014 con un entusiasmo tan impropio como obsceno, como si cada mínima buena noticia fuera un gol a favor y no el inicio de una necesaria remontada, el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz avisa de que la situación española, hoy, es peor que la de la Gran Depresión de 1929.

Por su parte, el FMI, un auténtico cuerpo extraño a la democracia, se ha introducido casi con naturalidad y hasta el fondo en el ámbito político donde se toman decisiones que constriñen nuestro futuro, a través de ese tribunal sumarísimo llamado troika. No deja de ser paradójico que su gran jefa, Christine Lagarde, recomiende bajadas de sueldo cuando su primera medida al asumir el puesto fue subirse el suyo un 11%, hasta los 324.000 euros netos anuales. Alguien que, además, sigue involucrada en un caso por malversación en su anterior cargo de ministra francesa. (No viene mal recordar que uno de sus antecesores en tan pomposo sillón, Rodrigo Rato, no vio venir entre 2004 y 2007 la crisis global que se avecinaba).

La minipolítica tiene sitio para discursos triunfalistas preelectorales como el de Rajoy, aunque reputados analistas como Martin Wolf, del Financial Times, alerten de que el paro no bajará del 20% antes de 2020. Pero la macropolítica, que cada vez es menos estrictamente democrática, ampara a la macroeconomía, ese lugar de intereses globales y no de países soberanos donde se gestan las nubes de los verdaderos beneficios. Y la lluvia resultante ya no llega al suelo.

En la moderna guerra financiera los marginados y excluidos sustituyen a los muertos de las guerras de siempre: continua pérdida de derechos, precarización de la vida y un lenguaje que entre palmadas y tortazos solo nos habla de fe y resignación. Es momento de asumir la cruel realidad: hemos llegado al neofeudalismo. Periodista