Para bien o para mal, el niño sobrevive en el adulto o dicho de otra manera, el adulto recibe en afectos y desafectos lo que el niño que fue hubiera recibido. La infancia marca nuestro mañana y muchas veces, nos enraíla más para el mal que para el bien. Es otra razón de las muchas que podrían mencionarse, para ocuparnos en vez de preocuparnos sólo, del mundo de los niños y hacerlo con mayor conciencia y eficiencia. En resumen, todos seguimos envueltos de alguna manera, en los pañales de nuestra niñez.

El suceso conmovedor de Jokin, ese niño que se suicidó a los catorce años, compelido seguramente por la violencia y las intimidaciones de unos compañeros de clase, revela lo que ya sabíamos sin que le pusiéramos remedio: que el temor y la inseguridad pueden conducir a un niño a adoptar decisiones irrevocables.

Y sabíamos también, pese a que preferiríamos ignorarlo, que el ambiente, el medio social o asocial que respira un niño, influye de modo más o menos detectable en resoluciones tan tremendas que cuando se conocen por los demás hacen hablar a las piedras y dejan en cualquier persona sensible una pena honda aunque demasiado transitoria, cuando si todos cumpliéramos con mayor ahínco los propios deberes, ese tristísimo suceso se podría haber evitado.

No venga nadie consolándose o consolándonos con la terrible estadística de los suicidios infantiles, recordando con aires de entendido que hay muchos casos parecidos, porque eso no sería jamás un consuelo digno, sino la amarga multiplicación de un mal que no se puede ocultar.

Cabe que en éste y en otros casos haya responsables con nombre y apellidos y admitimos que lo primero que se nos suele ocurrir es buscar a los culpables, que quizá sean esos condiscípulos de Jokin, posibles predelincuentes que hoy no pueden ser penados legalmente pero que tienen culpa y sería poco congruente suponer siquiera que ningún castigo merezcan.

Pero no es sólo esa responsabilidad, sino la que va desde los padres a los profesores y, en la misma medida, a esa indefinible masa que forma la sociedad que hacemos, permisiva y bastante inútil para lo bueno y hábil para sumergir todo lo que acaezca de ese jaez, en un mar de indiferencia que acaba sobreponiéndose a cualquier inquietud y encubriendo la responsabilidad que tenemos.

Parece que como leí el otro día, la sociedad, empezando por los padres, de todo le echa la culpa a los Poderes Públicos; ahora porque los niños son más obesos. ¿Debería el Gobierno tomar cartas en el asunto y liberar a los padres de la responsabilidad de que sus hijos engorden?

Podría haberse evitado ese caso u otros casos, pero sólo se evitará alguno si el desgarrador evento de Fuenterrabía sirve simplemente para poner "guardas escolares"; antes se remediaría el paro por este camino que se acabaría con esa predelincuencia. Serían soluciones sintomáticas que algo paliarían sin atacar las causas. La sociedad abdica de casi cualquier responsabilidad colectiva y lo más probable es que pasada la emoción no haya más conmoción hasta el caso siguiente. Estamos enseñando a los niños a buscar sus propias salidas porque la sociedad no las tiene para esas cosas y claro, muchos niños no las pueden encontrar.

Es eso lo que estamos enseñando a los niños: un mundo de desafecciones y si no son tan sensibles como Jokin, puede que acaben convenciéndose de que no disponen de nada tan accesible como una pandilla de criminalitos en potencia, cuando no en acto, para sentirse amparados.

Las familias que fueron "el fundamento de la sociedad" también parecen desalentadas con la ayuda de tanto programa miserable de las televisiones que no enseñan por donde deban ir aquellos niños, pero les da pistas abundantísimas acerca de la insolidaridad con quienes no sean compinches, el machotismo sin género, la violencia y en fin las cien maneras de llegar a ser unas malas personas generalmente, sin vía de regreso. Esos programas miserables repito, son encima la mar de didácticos; hacen negocio a costa de los valores que dan sentido a la existencia humana y los destruyen sin escrúpulos.

Por supuesto, para enseñar esas cosas no hace falta ni religión ni nada que huela a trascendente. Basta una desiderata de materialismo y confiar luego en los instintos de cada cual. Tales enseñantes, maestros de miserias actuales y de canalladas mañana, tienen asegurado el éxito. Dios nos libre aunque esa gente no quiere que se libre de ellos ni Dios; lo prefieren ausente.