El empoderamiento femenino se está convirtiendo en un elemento central -cuando no el único- de muchas iniciativas y discursos a favor de la igualdad. Las prácticas más extendidas se basan en fomentar que las niñas y las mujeres adquieran actitudes, conocimientos, capacidades y herramientas que les permitan superar discriminaciones por razón de género.

Al poner el foco sobre el individuo, esta noción de empoderamiento corre el riesgo de obviar las dinámicas de poder, actitudes, hábitos y creencias que cimientan el machismo, la causa de la desigualdad de género.

Por ejemplo, según un estudio de la Ohio State University, ser una mujer con altos méritos académicos -imagen asociada a una mujer empoderada- puede penalizar a la hora de buscar trabajo. Si eres hombre, tus notas no son tan relevantes. La investigación añade que, al contratar un hombre, se tiene en cuenta su competencia y compromiso. Cuando se trata de una mujer, importa si es agradable, algo que puede lastrar su capacidad de negociación salarial, ya que su determinación al hacerse valer puede interpretarse como que no son una mujer complaciente.

Solventar situaciones como estas implica que toda la sociedad, y en especial los hombres por sus privilegios, reflexione sobre cómo perpetúa las desigualdades de género y que actúe para evitarlo.

Es aquí donde una noción de empoderamiento basada en la individualidad es tentadora: es más cómodo cargar la responsabilidad de superar las opresiones a las propias damnificadas una vez les hemos dado herramientas que, en muchos casos, no son suficientes. Si, siguiendo con el ejemplo del trabajo, al cabo del tiempo las estadísticas siguen reflejando diferencias salariales, en la ocupación de puestos de responsabilidad o en el reparto de tareas domésticas, siempre podemos justificarlo con los argumentos neomachistas más comunes actualmente, como que las mujeres, a pesar de las oportunidades, no se esfuerzan lo suficiente, tienen otras prioridades o no son tan buenas como los hombres.

*Periodista