Desde la ventana de mi despacho donde esto escribo veo pasar el Ebro sacando pecho estos días, que va sobrado, y a lo lejos -¡la madre que lo parió!- la nieve en los Pirineos blanca y mansa como una oveja. Adivino pasando la mirada rasante por encima de los tejados de las casas inmediatas -más allá de la ciudad- la huerta que alimentó generosa a los vecinos de Zaragoza. Y que hoy supongo tendida bajo una manta de alfalfa que cría en silencio hasta que se largue -crecida- a los Emiratos de Arabia donde será bien recibida. Comprendo que se lleven de aquí la alfalfa los jeques si pueden pagarla. La merecen, por supuesto, sus camellos. Por no hablar de los camellos de los Magos que vienen de Oriente a Zaragoza todos los años con mejor fortuna.

Lo que no comprendo es que en el trasiego de mercancías no se contemple en general la diferencia entre una que va donde hace falta -como la alfalfa para los camellos- y otra que llega de lejos a donde maldita la falta que hace como la hortaliza a Zaragoza. Porque aquí, maños, tenemos la huerta mejor del mundo abandonada y sin salida, en paro estructural, cuando podríamos tenerla a nuestro servicio a pleno empleo y ocupada sin reservas a pedir de boca. Sin embargo salvo las borrajas -¡eso faltaría!- aunque puede que también, la hortaliza que se consume en Zaragoza llega mayormente de tierras lejanas. Eso sí más aparente y adornada, dispuesta y expuesta, homologada, limpia como la plata, sin mancha, sin raíces, regalada en sentido figurado, cara, tal como suena y graciosa como un don caído del cielo: «¿Se la envuelvo?» Y antes de responder: «No, gracias!, ya tienes en la bolsa de la compra, ¡oye!, otra llena de tomates».

Lo que no comprendo es que los ciudadanos de acá prefieran comer con los ojos lo que solo es apariencia y desprecien la mejor hortaliza del mundo.¡ Que no se come con los ojos, que eso no es sano! Que eso es tragar y no comer. Que el gusto está en la boca y, antes, en la tierra ¿Que tiene de malo la huerta? Nada. De la mata a la boca es lo más sano. Prueba y lo verás. Solo los pijos comen con los ojos -es un decir- y se engañan. No saben lo que se pierden. El consumismo no solo nos aleja de la tierra, el consumismo nos engaña y nos consume. Es un sueño que se paga, un desprecio de la realidad. Un abandono del lugar y de la tierra que habitamos, de la realidad concreta que es la que nos toca y nos rodea, como la huerta que crece con nosotros aquí, donde tenemos el cuerpo y el huerto. Que por ahí no ha lugar, ni compromiso con nada ni con nadie. Ni problemas propiamente dichos que podamos resolver, y acaso temas sobre los que hablar. ¿Se han preguntado qué podemos hacer nosotros por la conservación del medio ambiente si no lo hacemos aquí? Los problemas ecológicos de la Tierra entera solo tienen solución aquí en cada caso.

Hay que volver a la tierra, poner a los hijos con los pies en tierra, enseñarles a comer con la boca y a pedir de boca, sacarlos al campo en vez de llevarlos a un supermercado para iniciarlos en el rito del consumismo. Tienen que saber de donde salen los huevos, qué comen las gallinas y cómo se crían las acelgas. Eso es también educar. Y más que enseñarles a comer con las manos limpias- aunque también- debería enseñarse a los niños y a las niñas cómo se limpia en casa las verdura. Lo que podría y debería hacerse todos los días en la cocina, mucho mejor que comer todos por encargo comida basura con tal de no cocinar nadie ni tener que limpiar los platos como es debido. Todos deberíamos saber de dónde vienen, quien las cultiva y como se crían en la tierra las hortalizas y los frutos del campo en general. Así mismo los alimentos que nos proporcionan los animales. Sin embargo, hay niños y niñas -- ¡qué barbaridad!- que piensan que los pollos se fabrican sin plumas. Que no distinguen entre criar y producir, cultivar y fabricar, etc. Y padres que confunden -por desgracia- educar con programar, alimentar con tragar, pensar con calcular y aprender con aprobar...

En una sociedad donde la imagen y la apariencia, lo que se ve, atrae más que lo que se toca, se come con los ojos y se traga lo que nos venden. Siendo así que la prueba de los buenos alimentos está en la boca y el certificado de calidad se le pega a la hortaliza en origen de la madre tierra. En ella está el gusto, no en la bolsa que envuelve lo que se compra. Y más en el cultivo que en la manipulación. Pero en una sociedad puritana que cultiva la apariencia en el mercado y depura los productos de la tierra de sus reliquias naturales, no me extraña que un mero pulgón -tan pequeño e inofensivo- causara un escándalo de no te menees en un comedor escolar. Sucedió recientemente en Zaragoza, aunque pudo suceder en otra parte. El caso es que el pulgón, uno solo, en lugar de presentarse como sello ecológico de calidad, se convirtió de pronto en testigo de cargo no ya contra la cocinera del colegio -cuya inadvertencia apenas puede calificarse de una falta leve de higiene- sino contra el hortelano que la cultivó y la tierra que la crió. Y eso, compañeros, es una barbaridad. H *Filósofo