Los neofascistas holandeses hubieron de conformarse con un 13% de los votos emitidos. Que es algo más de lo que obtuvieron en las anteriores elecciones, pero algo menos de su mejor registro histórico. Su resultado no plantea un antes y un después. Ni mucho menos. En realidad, la cita con las urnas en aquel país (donde el voto suele estar muy dividido) tuvo su hecho histórico en el aparatoso derrumbamiento de la socialdemocracia (y en consecuencia, la hegemonía de las derechas), y la emergencia de Los Verdes, alguno de cuyos líderes no oculta, por cierto, su admiración por el hispánico Podemos.

Al PVV, la formación liderada por el neonazi Wilders, muchos comentaristas españoles se empeñan en llamarlo populista. ¿Populista? Yo más bien diría que se trata de simple fascismo posmoderno. Es menos estatalista que sus precedentes del siglo XX porque maneja argumentarios típicos del neoconservadurismo sádico. Pero asume con precisión y radicalismo hitleriano el nacionalismo, el militarismo, el machismo, la xenofobia, el odio a las minorías y en última instancia un autoritarismo duro y una profunda aversión a la democracia.

Supongo que llamar populistas a los Trump, May, Le Pen y demás chusma refleja la voluntad centrista de colocar al mismo nivel a la ultra derecha y a las nuevas o renovadas izquierdas que surgen más allá de la decaída socialdemocracia oficial. Gran error. Ambos fenómenos son esencialmente distintos y además tienden a chocar entre sí.

Ya ven: en 1932-33 el nacional-socialismo alemán nunca obtuvo más de un tercio de los votos. Pero la derecha tradicional acabó aupando a Hitler a la Cancillería. Luego, la democracia fue liquidada definitivamente y empezó la persecución de quienes se oponían al nazismo, el extermino de los judios y la guerra. Veamos pues si ahora los liberalconservadores europeos (y estadounidenses) no se contagian del argumentario fascistoide y contribuyen a frenar el principal (¡el único!) peligro que acecha hoy a la libertad.