Buena parte de la historia política de la izquierda ha estado protagonizada por la pugna política entre comunistas y socialdemócratas. Mientras los primeros buscaban transformar la sociedad mediante un proceso revolucionario, desplazando el capitalismo por un régimen basado en un sistema de producción y propiedad radicalmente distinto, con un partido-gobierno absorbiendo la libertad en beneficio de la causa; la socialdemocracia siempre ha optado por un compromiso, una aceptación del capitalismo y de la democracia parlamentaria sobre la que atender los intereses de amplios sectores de la población hasta entonces ignorados, en un marco de libertades y democracia consustanciales con su propia existencia.

Mientras que los primeros han fracasado, la socialdemocracia no solo ha llegado al poder en numerosos países, sino que ha conseguido convertir en realidad, lo que en un principio fue una utopía. Ellos son los artífices del estado del bienestar, y a ellos se debe en gran parte, la etapa más próspera y justa de la Europa Occidental.

A pesar de ello, la crisis económica y la respuesta dada desde la izquierda, ha hecho que en Europa esta opción representativa del 40% de los electores se haya desfondado hasta el 25 % o el 20%. En España el declive en 2011 de Rubalcaba perdiendo 4’3 millones de electores y 59 diputados, conmocionó a la organización socialista, no solo por el batacazo electoral que supuso, sino por la crisis interna que fue generando. No ha sido la primera vez, el referéndum sobre la OTAN del año 1986 convulsionó a la sociedad y al partido, igual que la crisis económica de los noventa, hasta que Zapatero gobernó en el 2004.

Sin duda la capacidad de adaptación a las nuevas necesidades de la sociedad le han permitido sobrevivir, sus militantes y dirigentes han sido capaces de redefinir posiciones, actualizar principios, modificar políticas y adaptar el partido a los cambios y necesidades electorales. Y esta es una de sus virtudes, si la militancia no tuviera esta enorme capacidad de reacción, ¿Dónde estaría la socialdemocracia en este país? «En el PSOE siempre ha habido diferentes sensibilidades, por eso no somos todos igual de izquierdas o progresistas», decía un antiguo dirigente.

«Las personas que se afilian a los partidos por motivos ideológicos, si quieren que su organización llegue al Gobierno, no es por las prebendas y beneficios del poder, sino para que su partido ponga en práctica políticas en las que creen» (José María Maravall, El control de los políticos). Por eso no aceptan que quien ocupa el poder institucional, utilice su cargo para controlar el partido, subordinando la democracia interna, la crítica y la información, a sus intereses personales.

Felipe González ya advertía en 1986 «contra los graves signos de oligarquización y de intolerancia dentro del PSOE» . Fue en marzo de 1990 cuando denunció «el miedo a discrepar dentro del partido». Y seguramente lo hacía porque en las democracias parlamentarias las luchas internas en los partidos, constituyen una parte importante de la política y de la viveza ideológica de las organizaciones. Las demandas de democracia interna, petición de rendimiento de cuentas a los dirigentes y capacidad de los militantes para sustituirlos, han sido y son una constante en la socialdemocracia, con efectos electorales muy distintos.

Por eso cuando en un proceso democrático de elección de nuevos líderes se pretende subordinar la opinión de los militantes a la gestión del gobierno, desechando posibles bicefalias como posible fórmula, no solo se está condicionando la libertad democrática de los militantes, sino que se invierte el necesario control político del partido sobre los gobiernos con la subordinación de la vida interna del partido a los responsables institucionales.

En democracia los gobiernos caen pero los partidos continúan, de su papel y comportamiento depende en gran parte la recuperación y el mantenimiento del poder. Tensionar a los votantes con cuestiones internas e intereses personales, es una deslealtad a la ciudadanía que antes o después, se paga electoralmente.

¿Qué razones hay ahora para que el secretario general del partido y el presidente del gobierno sea una simbiosis inalterable? ¿Por qué no la hubo con las presidencias de las Diputaciones de Zaragoza y Huesca? ¿Por qué no se planteó con los tres alcaldes socialistas de la ciudad de Zaragoza? ¿Acaso fueron malas estas experiencias? ¿Y la vivida entre Pascual Maragall, president de la Generalitat y Montilla Secretario General del PSC; Rodríguez de la Borbolla y Carlos Sanjuán en Andalucía; Leguina y Teófilo Serrano en Madrid; González Laxe y Antonio Sánchez en Galicia… ó Javier Fernández y Adrian Barbón en Asturias ahora mismo...?

Decía Tarradellas que «lo peor que puede hacerse en política es el ridículo.» Pues eso.