Repetido como un mantra hasta la saciedad, el enunciado no fiestas suena como un eco vacío dentro de una casa vieja. Pero el no es un símbolo tenaz de todo lo negativo, obstinado y nada amable, que nos envuelve directamente con un velo indeseable. ¿Nos quedamos mortificados y asidos a la amarga realidad que por un comportamiento responsable no hemos podido disfrutar o intentamos ver las cosas desde otro punto de vista? Si este hubiera sido un año de acostumbrado devenir en la añorada normalidad de antaño, estaríamos ahora saboreando los últimos lances de unas felices fiestas. Pero no ha sido así; ahora depende de nosotros ver en la crisis solo un enojoso desastre o también, además, una oportunidad. Una ocasión para abordar proyectos inéditos, ensayar nuevas ideas y, en fin, experimentar todo aquello que antes, inmersos en una rutina cómoda y satisfactoria, no veíamos necesidad de emprender. Es, siempre debe serlo, un buen punto de partida para crecer en el entendimiento y la solidaridad; acoger la novedad y lo ajeno con ese abrazo sincero y cordial con el que siempre hemos recibido a nuestros visitantes; aventar al cierzo del Moncayo diferencias banales haciendo hincapié en lo que nos une y no en lo que nos separa, sin renunciar por ello al legítimo orgullo de sentirnos zaragozanos y aragoneses, y extender a todo el año la brisa risueña que siempre ha soplado durante estos días de octubre. El pasado es un recuerdo, el futuro una aspiración que hemos de labrar en el presente para construirlo después día a día. Cuando dentro de unas horas no podamos escuchar el no cohete que habría de dar por concluidas las fiestas y convocarnos a las del año próximo, sabremos que no se trata del punto final de unos Pilares que no han sido, sino del comienzo de un camino prometedor que habrá de traernos un aire nuevo