Todos los indicadores de lectura, extraordinariamente bajos de por sí en nuestro país, apuntan a un futuro todavía más catastrófico, que se puede resumir en un terrible epitafio cultural: casi una tercera parte de los españoles jamás leerá un libro. Y ello, a pesar de la importante labor que diversas instituciones y organizaciones desarrollan para la promoción de la lectura; obviamente, el mundo del libro y en particular los escritores ponemos todo nuestro empeño en paliar unos datos tan desoladores, hasta el punto de que autores de renombre, como Luis Landero, acostumbran a abandonar sus obras en lugares públicos con la esperanza de que sean recogidas por algún lector anónimo.

La magnitud del problema se extiende incluso al entorno universitario, donde hace ya tiempo se detectó un nivel paulatinamente menor de los nuevos alumnos, con fiel reflejo en los errores ortográficos en el lenguaje escrito y lo que es más grave, una notable pérdida de su capacidad expresiva. Pero cuando se ahonda en estas cuestiones, se revelan secuelas que llegan más lejos de la decadencia cultural. La falta de lectura afecta no solo a la comprensión de lo que se lee y a la elocución de lo que se escribe, sino también a la expectativa de forjar un espíritu crítico, tan necesario para discernir libre y juiciosamente sobre cualquier asunto. En una sociedad y una época donde la comunicación adquiere mayor peso cada día, la carencia de lectura implica que chismes y falacias se transformen con extrema agilidad en dogmas irrefutables; que rumores y bulos se propaguen con vigor inusitado; que la ponzoña interesada devenga arma de desinformación masiva... Que, en definitiva, una multitud informe de ciudadanos carezca de criterio propio.

*Escritora