Si yo fuera el padre de una de las víctimas de las mochilas asesinas, y contemplara los hábiles tejemanejes de los miembros de la Comisión, sus astucias y listezas, sus zorrerías inesperadas o previstas, sus obsesiones en ridiculizar al contrario, sus argucias para la maniobra y sus demagogias dialécticas para presentarse como campeones de la verdad y adalides de la Justicia, creo que la indignación me sumiría en una cólera insuperable de consecuencias imprevistas. Si un hijo mío hubiera terminado con el cuerpo y los sueños destrozados; si mi ilusión de futuro y la consecuencia de quince, veinte años, de cuidados y conversaciones, excursiones y catarros, hubieran saltado por los aires en la estación de Atocha, y, a través del velo de las lágrimas que no cesan tuviera que observar el rastrero espectáculo de la política más nauseabunda y egoísta que pueda contemplarse, donde lo que importa es salvar la cara y la fachada, acusar al contrincante, guarecerse en la excusa y maquillar las realidades, creo que tendrían que sujetarme los amigos y la familia para no acudir al Congreso a cometer una barbaridad.

Si la razón de mi vida hubiera caído entre los hierros retorcidos de Atocha y, encima, tuviera que sufrir la ignominia de estos buhoneros sin conciencia, de estos mercachifles de votos, que pretende jugar al mus de las elecciones sobre la tapa barnizada de doscientos ataúdes, entre ellos el de mi hijo, creo que mi vómito cubriría la carrera de San Jerónimo, porque sería tanta la repugnancia acumulada, tanto el asco almacenado, que podría destilar tanta fetidez como la contemplada.

Si el patente olvido de la memoria de mi hijo se demostrara, día a día, en esta Comisión de la Vergüenza, donde la honestidad ha sido sustituida por la mascarada, creo que tendría derecho a solicitar qué harían estos pícaros de la añagaza disfrazados de diputados si quien estuviera bajo tierra fuera uno de los suyos, cuando han demostrado que ninguno de ellos son de los nuestros.

*Escritor y periodista