Ala pandemia se suma el hartazgo de la política. La gente está cansada y harta. Cansada porque no se adivina el final y harta por los que fomentan la agresividad verbal, el insulto (gamberro llamaron a Sánchez ) y una permanente crispación que es la única estrategia que ponen en marcha las derechas en cuanto pierden las elecciones. Uno de sus frutos es esa estupidez de que «todos son iguales». Pues no, en absoluto. Y la pantomima de la moción de Vox lo ha puesto de manifiesto. Cuanto olor a rancio, a franquismo/fascismo se percibió esta semana pasada en la Carrera de San Jerónimo. Es difícil de creer pero la bestia no murió, estaba agazapada, acogida en otras siglas y ahora se muestra como es, sin complejos, orgullosa de sí misma. No. En absoluto todos son iguales, ni todas las ideas son igualmente respetables. No es lo mismo la libertad que la tiranía, la democracia que la dictadura, la justicia que la injusticia, una sociedad igualitaria que una sociedad dual, no es lo mismo defender los servicios públicos al servicio de todos que la privatización. No es lo mismo un Estado laico que el nacional-catolicismo. No es lo mismo la igualdad de género que negarla y el respeto a la diferencia que la estigmatización del diferente. No se trata de sentirse como individuo superior a nadie pero sí de defender principios o ideas que son moralmente superiores a las contrarias. De lo contrario se cae en un relativismo moral y de ahí al ocaso de las ideologías o al fin de la historia no hay más que un paso. Por ejemplo, los Derechos Humanos son universales y la acusación de etnocentrismo es una coartada para saltárselos. Me identifico con un partido porque considero su proyecto de sociedad mejor que otros y sus valores superiores moralmente a otros. No todos son iguales. Y afirmar lo contrario es perder la identidad. Y en política eso es grave. H