La noche eléctrica de Metallica nos pasó por encima como una locomotora a todo vapor. No una de esas silenciosas máquinas de Altaria, sino un ferrobús escupiendo a su paso tuercas y tornillos, y convirtiendo el aire quemado en una lava multicolor de sonido volcánico, hasta recargarnos las pilas y devolvernos al vacío exterior con la piel caliente y el cerebro debidamente restaurado. Noche de truenos de metal, y de la batería loca de Lars Ulrich cimentando desde atrás la cortina de sonido salvaje.

Noche de heavys tranquilos, marchosos, pacíficos, bullangueros, unidos por una misma y devota religión: la del rock duro, agresivo, con vuelta de tuerca, y más vuelta; la fe revelada del rock macho, compacto, contundente, capaz de enardecer a públicos masivos y de hacerles comulgar con esa mezcla de estética de clan, rebelión controlada y muchos, muchos miles de vatios proyectándose desde las torres de sonido.

Ríos de gente joven, y no tan joven, por las calles de Zaragoza, todas vestidas de riguroso negro, como los músicos del grupo, y ríos de oro blanco para la hostelería local, que puso el cartel de no hay billetes. Ocio y negocio, beneficio y diversión: claves del éxito.

Y un éxito fue, también, el concierto en sí, bien trabado, avanzando de menos a más, según se iban sucediendo los temas más conocidos de la legendaria banda de San Francisco. En el fondo norte de La Romareda, un escenario gigantesco, pero concebido con relativa sobriedad, franco para dar salida a las guitarras y voces (y a la perforante batería de Ulrich), y decorado con efectos pirotécnicos --bengalas, bocas de fuego-- que estallaban en su momento justo, ejerció como altar de este metálico sacrificio. Con un Hetfield en buena forma, capaz de alcanzar la medida de lo que de él se esperaba, y con un virtuoso Trujillo adornándose en las cuerdas y adoptando poses rockeras al filo mismo del escenario, para delirio de los fans que se agolpaban en las primeras filas, y que no cesaron de contonearse y alzar los brazos al ritmo que imponía el chamán del pelo rubio, los ojos penetrantes y esa boca de chacal cimarrón apta para transcurrir de la balada al más súbito estallido de mesiánica cólera.

Exito, también, en los medios de comunicación, propios y foráneos, que se hicieron amplio eco de este acontecimiento musical de carácter extraordinario por su trascendencia y exclusividad.

El hecho de que Zaragoza, una vez más, obtuviera el premio de ser la única sede española para la gira que mejor ha funcionado en lo que va de año ha disparado nuestras posibilidades en el circuito internacional de la música popular.

A partir de ahora, tras los consecutivos pelotazos de los Stones y Metallica, el Ayuntamiento zaragozano puede aspirar a organizar cualquier evento de esta naturaleza. Hay que animar a la concejalía de Cultura a que siga trabajando en la buena dirección, ofreciendo espectáculos de primera línea y dando a ganar muchos miles de euros a los sectores de hostelería y servicios.

Una fecha para recordar.

*Escritor y periodista