Solo hay una cosa peor que buscar soluciones a los problemas de la sociedad actual volviendo la vista cien años atrás: hacerlo y pretender hallarlas en medidas y actitudes que ya entonces fracasaron, después de llevar al mundo a una de sus peores catástrofes. De eso va, precisamente, el Nuevo Orden Populista Internacional (NOPI) que de la mano de Trump se impone a gran velocidad, para beneficio preferente de China y Rusia. La politica de «América primero», que fuerza un repliegue nacional de la única potencia global que existe, unida a la personalidad de un presidente con un ego muy grande, aunque fácilmente manipulable como se ha visto en la gestión del asunto norcoreano, está rompiendo la alianza atlántica tradicional entre Europa y EEUU, a la vez que abre espacios de poder e influencia por los que se cuelan ya los aspirantes a sustituir a EEUU como potencia internacional. Incluso si aceptamos que la mundialización de la economía ha tenido, también, una cara B, de tal manera que junto a la tremenda reducción de la pobreza en países del antiguo Tercer Mundo, ha crecido la desigualdad en los del Primer Mundo y la sensación de desprotección e incluso miedo al futuro se ha adueñado de una parte importante de los americanos y europeos, ofrecer como solución esperanzadora el populismo nacionalista, levantando muros frente al exterior y deteriorando la democracia, es mucho más que una equivocación: es un gran engaño que pagaremos caro, más pronto que tarde.

Ni los inmigrantes son el problema (y, por tanto, aunque haya que regular su entrada, prohibirla no resuelve nada), ni los déficits comerciales se resuelven desatando «guerras comerciales» con aranceles que ignoran el profundo cambio en las relaciones económicas internacionales en las últimas décadas. Veamos esto con un poco de detalle. Cuando el comercio era un intercambio de productos acabados (vino por camisas, por ejemplo), pudo tener sentido la política arancelaria para defender la producción nacional y las cesiones equilibradas. Luego, conforme los intercambios se ampliaron a componentes, bienes intermedios y productos diferenciados, frenar aquellas importaciones que necesitabas para fabricar tus propias exportaciones, dejó de tener sentido. Pero, ahora, cuando buena parte del comercio se hace dentro de las cadenas globales de valor (partes del automóvil que se fabrican en sitios distintos y se ensamblan en otro) pensar en aranceles como solución es no entender nada del grueso de la economía global actual.

En las últimas décadas, además, la balanza comercial ha ido perdiendo peso relativo frente a los intercambios de servicios (turismo, por ejemplo) y la balanza de capitales (inversiones y préstamos). Así, si bien EEUU tiene un déficit comercial con China, tiene superávit en la balanza de servicios y, lo que resulta más importante, China es el primer tenedor mundial de deuda pública americana demostrando que las relaciones económicas bilaterales son, hoy, mucho más complejas de lo que parece entender el presidente Trump. Por ello, cada vez más, lo relevante es toda la balanza de pagos, que solo entra en déficit cuando el país gasta más de lo que ahorra, como pasó en España en el boom inmobiliario, razón por la que un arancel no es solución a dicho desequilibrio.

Lo que estamos viviendo es el ascenso, en EEUU y en Europa, del neopopulismo y sus valores políticos. Durante años hemos escrito que las relaciones internacionales estaban cambiando por un desplazamiento del poder económico desde el Atlántico, al Pacífico. La mayoría de autores han situado «el mundo que viene» en la pujanza asiática.

Creo, sin embargo, que con ser ello relevante, es un análisis que olvida el principal cambio de la última década: el fin del paradigma tras la posguerra mundial de 1945, basado en el respeto a los derechos humanos universales y su sustitución por otro nuevo basado en los valores de la tribu en que se fundamenta el nuevo populismo en todo el mundo.

No son, pues, los principios tradicionales de occidente (racionalismo, libertad personal, democracia, multilateralismo) los que imponen en las relaciones internacionales, sino todo lo contrario. Se podría decir, incluso, que no estamos viendo «el fin de la Historia» profetizado por Fukuyama en 1992, sino más bien el «choque de civilizaciones» que describió Huntington un año después. Pero esa película ya la hemos visto. Y acaba mal, muy mal.

*Exministro del PSOE