Llevamos tanto tiempo viviendo en lo extraordinario que las llamadas a la normalidad nos resultan extrañas, hemos olvidado qué se hacía durante ese tiempo. Desde que comenzó el siglo nos hemos cruzado con cinco grandes epidemias, el derrumbamiento de la economía global, el yihadismo y la contra reacción o las grandes migraciones hacia Europa por las mismas guerras de siempre. Hemos soportado en nuestro país el constante ataque del terrorismo patrio, hasta hace ocho años, alentados por las continuas llamadas a la normalidad democrática. No hay nada más alejado de los valores demócratas que lo que fuimos durante esa época, hasta que el despertar colectivo llegó con las mayores muestras de activismo social por la paz que habíamos vivido.

Nunca las situaciones extraordinarias se solventaron continuando con nuestras rutinas cotidianas. Las más de las veces, como con la crisis financiera del 2008 porque nuestro papel se redujo al de víctimas con nula capacidad de respuesta frente al entramado económico. Pero ahora, sí, nos toca a todos la responsabilidad de contener la expansión de la epidemia.

Y aunque algunos parecen todavía conmocionados haciendo acopio de papel higiénico para aumentar su sensación de control frente a lo que creen una situación de impotencia, la reacción llegará. La ansiedad de anticipación dejará paso a la asunción de la realidad, y sin añadir dramatismo se hará evidente que la única solución es obedecer a los expertos y a las decisiones de los poderes públicos. La evolución de la enfermedad depende de seguir las prescripciones excepcionales en cada momento, la distancia social, el aislamiento domiciliario o la infrautilización de los servicios de urgencia. Llevamos unos días con un goteo incesante de cancelaciones, las más impopulares anunciadas con cierto temor a la reacción ciudadana, que no son más que las consecuencias secundarias del objetivo principal, evitar que el contagio aumente tan rápido como para saturar el sistema sanitario.

El riesgo además de precauciones especiales requiere convertir lo excepcional en normal. La política frentista del país necesita reconvertirse en unidad, la competencia entre comunidades autónomas debe volverse coordinación, y la colaboración público-privada debe dar el salto al interés general. Siempre quedan actuaciones acostumbradas a sacar rédito propio en cualquier situación como nuestro movimiento ultra, el empático FMI o los buscadores de negocio en la desgracia ajena, para estos, la miseria moral es su normalidad.