El nuevo Gobierno italiano ha negado la entrada en puerto del barco Aquarius de SOS Méditerranée, que lleva a bordo a 629 personas (entre ellas, 123 menores no acompañados y siete mujeres embarazadas) rescatadas por Médicos Sin Fronteras. El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, ha enviado una carta a las autoridades maltesas exigiendo a las mismas que acojan a la embarcación por ser la opción más segura y porque Italia, dice, «no asumirá ni a un solo inmigrante más». La respuesta maltesa («esto no es nuestra competencia») dejó el barco, sobrecargado y en condiciones precarias, sin poder llegar a ningún puerto. Este hecho ha evocado el fenómeno de los boat people en su versión europea, y ha levantado voces de alarma, entre ellas, y no por primera vez, la del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados). No es la primera vez que el ACNUR enviaba la misma solicitud al Gobierno italiano, lo que demuestra que las malas prácticas que vulneran el derecho internacional no son nuevas.

Salvini, el líder de la xenófoba Liga Norte (un partido que, por cierto, empezó acusando a Roma de robar al norte, y de señalar a los terroni del sur de vivir subsidiados gracias a los trabajadores del norte italiano), puede tener razón en criticar la gestión común del sistema europeo de asilo y de las personas que solicitan refugio en los países UE. Pero su respuesta unilateral, en un tuit contundente, no aporta soluciones y vulnera claramente los compromisos de Italia con el derecho internacional humanitario y el derecho europeo. Las ciudades de Nápoles, Calabria, Palermo, Tarento y Messina ya han ofrecido una respuesta diferente, en este caso de carácter humanitario. Así, de nuevo, se evidencia que quienes gobiernan más cerca de la ciudadanía parecen más sensibles a las cuestiones de derechos humanos. Pero también queda patente que son las voces ausentes en este debate.

PORQUE NO se dejen engañar por las soflamas que gritan que aceptar un barco de 600 personas es una invasión descontrolada. No hay país en el que la llegada de migrantes haya supuesto descensos correlacionados en el producto interior bruto. Las políticas sociales no se reducen porque haya migrantes: su intervención queda afectada cuando, ante mayor número de población vulnerable, se siguen manteniendo los mismos volúmenes. Y eso es una opción política, siempre. El principio del fin del proyecto europeo no se deberá a unos flujos migratorios: vendrá, si no se hace nada para evitarlo, por la falta de coordinación y respuestas a largo plazo de los estados, que prefieren culpar a Europa antes de responder a sus propias responsabilidades. Y vendrá, también, de la convicción de que algunos de los derechos son menospreciables cuando no son los propios.

La gestión migratoria es posible. Requiere entender que el fenómeno migratorio no es cuestión de un país u otro, sino un fenómeno global que requiere de un nivel de gobernanza que supere el marco estatal. No se puede mirar hacia otro lado en los conflictos y en las crisis humanitarias que afectan a países, especialmente cuando son vecinos. No se puede pensar que cerrando cualquier vía legal de acceso y fortificando las fronteras se pararán los flujos migratorios; no ha pasado jamás en la historia, pero siempre se confirma que las condiciones empeoran y los derechos se vulneran más. No se puede apoyar a países fallidos en los que las ayudas acaban en mafias que practican la esclavitud y trafican con personas. Se deben repensar las actuaciones en origen, en tránsito y en destino. Con innovación, con convicción y con narrativa. Porque parte de lo que estamos viendo es cómo triunfa en muchos países europeos la narrativa falaz que convierte al otro en una amenaza por encima de los hechos y las razones. La población extranjera se convierte en un chivo expiatorio fácil porque, en la mayoría de los casos no vota. Y porque suscitar los miedos, como ya pasaba en el XIX, es más fácil que proponer soluciones.

La ciudadanía europea debería ser consciente de que exigir soluciones reales es posible. Romper la solidaridad entre los países europeos lleva inexorablemente a romper la Unión Europea. Si bien no es la mejor de las soluciones (Italia no debería poder lavarse las manos de sus responsabilidades), la respuesta del recién estrenado Gobierno de Pedro Sánchez, que se ha ofrecido a acoger el Aquarius en Valencia por razones humanitarias, es una buena noticia. H *Analista de Agenda Pública