Una de las consecuencias de nuestra alabada Transición fue la puesta en marcha de un sistema político con poco espacio para la improvisación en el que los bloques ideológicos quedaban englobados en torno a dos grandes partidos (uno en el centro izquierda y otro en el centro derecha), y una ley electoral que beneficiaba a las mayorías y dejaba escaso margen a la fragmentación que en otros países hacía complicada la creación de gobiernos estables, algo imprescindible para España, un país con escasa tradición democrática que salía además de una larga dictadura.

El primer problema con el que se ha encontró el nuevo sistema fue el desmoronamiento de la UCD, el partido en el que se habían refugiado buena parte de las élites políticas moderadas del régimen junto a sectores más reformistas, y que pretendía convertirse en el referente hispano de la democracia cristiana europea. La refundación del Partido Popular sobre las bases de la Alianza Popular de Manuel Fraga, permitió que el electorado de centroderecha encontrase un nuevo cobijo y, al mismo tiempo, que algunos personajes vinculados al franquismo engrosaran las filas de un partido con opciones de gobierno.

En aquel sistema bipartidista las negociaciones entre las dos grandes formaciones fueron muy limitadas. Solo se dieron grandes consensos en aquellos asuntos considerados «de Estado», como las pensiones, la lucha antiterrorista o, ya más recientemente, la violencia de género, y aun en ellos hubo graves disensiones durante las últimas tres décadas.

Cuando el entendimiento fue necesario para la formación de gobiernos estables en cualquiera de las esferas de la Administración (gobierno central, autonómicos o municipales), los acuerdos entre PP y PSOE resultaron imposibles, pero no es menos cierto que ambos fueron capaces de establecer alianzas con el resto de partidos, lo que se tradujo en la formación de mayorías puntuales siempre que fue necesario. Así, CiU, PNV y Coalición Canaria facilitaron la investidura tanto de gobiernos progresistas como conservadores, mientras que en la izquierda fueron recurrentes los apoyos de IU, BNG o CHA; al igual que en la derecha los de UPN y PAR.

Sin embargo, nuestra democracia ha evolucionado más en los últimos cinco años que en las tres décadas precedentes, al menos en lo que a la estructura de partidos se refiere: han aparecido nuevas fuerzas capaces de obtener millones de votos, haciendo que en algunas ocasiones el PP y el PSOE no hayan superado la barrera del 50% de los sufragios, algo impensable hasta hace bien poco. Estas nuevas fuerzas, ubicadas en la izquierda, la derecha y la ultraderecha, hacen que el escenario tradicional vaya a quedar en el olvido, y que sea necesario pensar en nuevos escenarios en los que la política de pactos ha de ser otra si queremos tener gobiernos estables y abandonar la espiral de elecciones en la que llevamos inmersos desde 2015.

Pero esto significa cambiar, o más bien adquirir, otra cultura política diferente a la que estamos acostumbrados. Significa entender que no siempre el partido más votado es el que tiene que gobernar y que es legítimo construir mayorías alternativas. Significa asumir que todos los partidos tienen la obligación de convertir sus programas en realidades, y que la única forma de lograrlo es mediante la participación en los gobiernos. Significa que la política no se hace a golpe de tuit, sino mediante el diálogo y los acuerdos, en los que en ocasiones hay que saber renunciar a algunas cosas para poder lograr otras más importantes. Significa que todas las fuerzas políticas que cumplen con la legalidad son tan legítimas como la que más, por mucho que no nos gusten sus ideas, sus programas o sus líderes.

En este escenario convulso resulta del todo ilógico que unos y otros impongan cordones sanitarios a los demás si, como hasta ahora, existe una cerrazón total entre unos y otros para llegar a acuerdos. El despropósito es tal que hasta las abstenciones de algunas formaciones políticas se consideran indignas si sirven para la creación de mayorías simples con las que gobernar, lo que además de un sinsentido, supone un gran desprecio a millones de votantes que se decantan por esos partidos.

El delirio en el que se está convirtiendo la política española hace que demasiado a menudo olvidemos que, por encima de la prensa, de los opinadores profesionales y de los propios políticos, somos los ciudadanos, mediante nuestro voto, los que realmente podemos legitimar o deslegitimar los gobiernos, las coaliciones, las propuestas y las estrategias de los partidos. Es por ello imprescindible terminar de una vez por todas con la crispación que sufrimos desde hace cuatro años y que los partidos se dediquen a su únicas y verdaderas funciones, que no son otras que legislar en el Parlamento, las Cortes Autonómicas y los ayuntamientos, y controlar a los diferentes gobiernos desde la oposición. Tiempo habrá de que los ciudadanos decidamos el lugar en el que colocamos a cada uno de ellos en el futuro.

*Licenciado en Historia Contemporánea