El móvil en inglés Smartphone con el significado de teléfono inteligente está generando una nueva subjetividad. Se ha convertido una auténtica droga, tal es nuestro grado de dependencia, que se expande a todas las etapas de nuestra vida. Niños de 2 años, o incluso de menor edad, no pueden comer ya sin el móvil conectado para visualizar los episodios de moda: Peppa Pig, la Patrulla Canina… Los padres y también los abuelos, a pesar de ser conscientes de las secuelas nocivas de tal dependencia, claudicamos. Alguno me ha dicho: «¿Qué quieres que haga tras una larga y penosa jornada de trabajo? Sin él tardo una hora en darle la comida, con él son 5 minutos. Además mientras lo tiene me deja tranquilo». Tales hábitos repercuten posteriormente en el ámbito educativo. No sabemos todavía qué son las nuevas tecnologías ni cuáles son las transformaciones que se están produciendo en nuestro cerebro. Desde hace años los docentes hemos tenido que modificar nuestras prácticas didácticas. A nuestros alumnos acostumbrados a la pantalla, les resulta muy complicado mantener la atención para seguir una explicación de una clase expositiva tradicional, o para leer un texto largo, subrayarlo, reflexionarlo, como hacíamos antes, en tiempos no tan lejanos. Leer una novela de Benito Pérez Galdós o de Pío Baroja es una utopía. De ahí que su vocabulario sea cada vez más reducido y su ortografía más deficiente. El mayor castigo que se le puede aplicar hoy a un alumno es retirarle el móvil durante varios días, en los cuales anda como un sonámbulo por los pasillos del instituto, por lo que acude varias veces desesperado al despacho del Jefe de Estudios para que le levante el castigo. Para los mayores la dependencia incluso es mayor. Andamos como zombis por las calles. Ya hay más accidentes por mirarlo que por conducir borrachos: «Uno de cada cuatro accidentes de tráfico en Estados Unidos ocurren por estar tecleando». Sin el estamos perdidos, como si nos faltara el respirar. Está cambiando nuestra conducta, nuestros hábitos, nuestros valores…

Hasta hace unos pocos años antes de dormir: nuestro último contacto con la realidad era colocarnos ante la televisión, la lectura de un libro, hasta que poco a poco se cerraban nuestros ojos; o practicar el acto sexual con nuestra pareja, o darle un beso o una carantoña. Estos hábitos tan reconfortantes y placenteros cada vez son más raros. Ahora nuestro último contacto con la realidad es la pantalla de nuestro móvil, para enterarnos de las últimas noticias, comunicarnos con algún grupo de Whatshapp, o leer o mandar un último correo electrónico. Por supuesto, no sin antes de dejarlo conectado al cargador.

Antes, una vez despiertos lo primero era decirle buenos días o besar a nuestra pareja. Hoy, son otras nuestras preocupaciones. Lo primero es buscar con un frenético desespero el minúsculo aparatito para pinchar el botón de conexión y enterarnos de todo tipo de noticias, mensajes ocurridos durante la larga noche. La dosis de esta droga de antes de dormir y después del despertar no es suficiente, ya que la necesitamos el resto del día. Tenemos que mirarlo a todas horas, entre 40 0 50 veces al día en el trabajo, en el descanso del café, en la comida, en el tranvía, en la conferencia, en la espera del autobús del colegio, en la cena… Si los niños al estar conectados ya no hablan, nosotros ensimismados y enganchados los imitamos. Una dieta digital es terapéutica para nuestra relajación y felicidad. Marcarnos un horario y lugares para su uso es imprescindible, de lo contrario se adueñará de nosotros y acabaremos aislados y desinformados.

Además se están produciendo unos comportamientos vinculados con el uso de este auténtico milagro de la tecnología, totalmente contrarios a lo que hasta ahora se consideraba una buena educación. La mayoría de las críticas en este mundo virtual van dirigidas hacia el emisor, que al no tener una persona delante, se envalentona y aprovechándose del anonimato virtual se siente con el pleno derecho de insultar a todo lo que se mueva alrededor. Facebook, Twitter, Whatsapp se han convertido mitad urinario público mitad patíbulo privado, donde bastantes dan rienda suelta a muchos de sus prejuicios y frustraciones. Sin embargo, hay otra parte que no está libre de culpa, cual es el receptor.

Resulta llamativo en este mundo virtual que cuanto más instantáneos, rápidos y seguros son los envíos de los mensajes, más lentas son las respuestas. Y frecuentemente, incluso, se vuelven inciertas. Desconocemos cuánto se demorará el otro en responder a nuestro mensaje, si lo hace; ni tampoco sabemos cuánto nos demoraremos nosotros en contestarlo. Todavía más, parece que se ha consolidado un pacto tácito en este mundo virtual de que no es necesario responder inmediatamente o, a veces, nunca. Se ha convertido en normal enviar un mensaje y no recibir ni un «listo», «gracias», o «perfecto». Son normas reñidas con lo que por lo menos hasta ahora hemos considerado como «buena educación». Cuando el camarero nos sirve un café, es de buena educación, darle las «gracias» o desearle buen día, aderezado con una sonrisa. Cuando recibimos un mensaje, entiendo que deberíamos contestarle con un «gracias», «recibido», o «que pases un buen día». Por lo que vemos. el mundo virtual se rige como otras normas. Es otra subjetividad.

*Profesor de instituto