Si se confirma que al menos 29 inmigrantes subsaharianos han perdido la vida esta semana al cruzar en patera el estrecho de Gibraltar estaremos ante la enésima manifestación de un problema que no por persistente ha dejado de ser dramático, sino todo lo contrario. El éxodo de gente que no divisa ningún futuro en su país y está dispuesta a arriesgar la vida para entrar en la rica y prohibida Europa es un fenómeno que viene de lejos y que la prolongada crisis económica de los países desarrollados no ha frenado. La alternativa, por descontado, no es la libre circulación de personas entre África y Europa, pero tampoco levantar inútilmente cada vez más las verjas que separan dos mundos tan distintos. Durante los años de prosperidad, los países occidentales, necesitados de mano de obra barata y abundante, apenas controlaron la inmigración ilegal, y hoy, pese a estar inmersos en la recesión, tienen más que nunca la obligación moral de ayudar al continente africano a salir de la postración. Un plan coordinado de la UE, que incluya inversiones y la lucha contra las mafias que se lucran con el tráfico de personas, es prioritario.