La recién aprobada ley orgánica de Educación, la Lomloe o 'ley Celaá', tiene entre otras prioridades combatir la segregación y el fracaso escolar (España es el país de la UE con una tasa más elevada de abandono prematuro de los estudios) permitiendo una estructura menos homogeneizada que la anterior legislación. La octava ley orgánica de Educación en democracia apuesta por una racionalización del Bachillerato para aumentar el número de graduados en ciclos posobligatorios hasta llegar a un 90%. Eso implica potenciar su papel (previsto desde su creación pero nunca suficientemente explotado) de puerta de acceso a una Formación Profesional superior revalorizada y abierta al tránsito entre estos estudios profesionalizadores, el ejercicio de un oficio y el acceso a la enseñanza universitaria.

Diversas propuestas coinciden en el tiempo y desde ámbitos diversos para dar un golpe de timón al bachillerato, una etapa formativa de dos años que, como coinciden expertos, profesorado y estudiantes, se enfocan casi exclusivamente a la superación de las pruebas de acceso a la universidad.

Desde algunas autonomías, por ejemplo, ya se trabaja en la perspectiva del curso 2022-2023 para modificar la estructura de la Secundaria posobligatoria, que debería estar más centrada en criterios «competenciales, abiertos, flexibles y orientadores».

En palabras de la propia ministra de Educación, Isabel Celaá, se trata de revisar los métodos pedagógicos para que sean «menos enciclopédicos y más competenciales», lo cual no debería implicar una rebaja de la ambición académica sino una práctica formativa que prepare para competencias y exigencias muy diversas. La Lomloe prevé también una nueva modalidad de Bachillerato que se suma a las tres ahora vigentes (Humanidades y Ciencias Sociales; Artes; Ciencias y Tecnología) para dar salida a una opción que combine ciencias y letras y que permita tanto la superación de la dualidad como nuevos estímulos educativos, que también incluyen la posibilidad de un bachillerato en tres años. Al proceso de deliberación que han emprendido las administraciones se suman iniciativas surgidas desde la práctica docente.

Cuando se defiende que las prácticas pedagógicas consolidadas en la ESO inspiren el nuevo Bachillerato y que este sepa dirigir hacia la FP superior a alumnos tentados de abandonar su formación de forma prematura, no se debería caer en el error de asumir que un aprendizaje basado en las competencias debe significar una menor exigencia, como demuestran otros sistemas educativos. Ha de ser flexible, para abrir distintas puertas, pero también para empujar a que la creatividad, la madurez intelectual y el sentido crítico sean los criterios a exigir para hacer llegar a la educación superior a un alumnado competente y con perspectivas profesionales en un mundo competitivo.