Desde mediados del siglo XIX, en que se impuso la obligatoriedad de la asistencia a las escuelas por parte de los niños, todos los gobiernos han tratado de controlar que las instituciones escolares sean la esfera sociológica más eficaz para imponer sus objetivos de reforma social. Durante la primera mitad del siglo XX, ese control se realizó mediante la creación de una inspección pedagógica de tipo policial. La irrupción de la filosofía posmoderna en el ámbito pedagógico, sobre todo a través de Habermas con su teoría de la acción comunicativa, motivó que esa función controladora fuese asumida por los asesores pedagógicos, también llamados consejeros, actuando directamente sobre el profesorado en ejercicio mediante una imposición simbólica muy suave y sutil. Ahora bien, en todas las épocas, el principal vehículo para garantizar que el trabajo escolar se adecue a los objetivos gubernamentales ha sido la imposición de un currículum oficial, diseñado por grupos de tecnócratas nombrados a dedo.

Antiguamente se hablaba de programas oficiales y hoy se habla de currículos oficiales, pero el propósito es el mismo: modelar las mentes y los sentimientos de los educandos para que sus comportamientos sociales no se salgan de la senda marcada por cada gobierno. Otro tema muy diferente es si lo consiguen o no. Desde hace algunos años, debido a la interdependencia que conlleva la globalización de los medios de producción y de las ideas, las diferencias entre los diseños curriculares de unos y otros gobiernos son mínimas, ya que todos han aceptado el mantra de las competencias como base del currículum escolar. Es por ello que las leyes de educación promovidas y aprobadas por distintos grupos políticos son semejantes en los planteamientos curriculares, pero muy diferentes en todo lo relacionado con los aspectos ideológicos.

La introducción del concepto de competencia en los currículos escolares la llevó a cabo por primera vez Gerard Bunk (1970) en el contexto de la formación profesional. El objetivo consistía en preparar a los jóvenes para que pudieran responder a las exigencias prácticas del mercado del trabajo y, por ello, se magnificó la importancia del cómo hacer en detrimento del saber hacer. Su consolidación definitiva se produjo con la aparición del Libro Blanco para la Educación y la Formación Profesional (1995), editado por la Comisión Europea. En dicha publicación se insiste en el fomento de una educación general básica que facilite el empleo de los jóvenes. En el mismo sentido incide el Segundo Informe sobre la Formación Profesional en Europa (2001), elaborado por el Centro Europeo para el Desarrollo de la Formación Profesional, en el que se afirma que la razón que mejor explica el fracaso de los sistemas escolares es haberse centrado en la enseñanza de conocimientos formales, y en el que se aboga de forma explícita por los diseños curriculares basados en competencias y no en conocimientos. La Unesco (2007) trató de darle un carácter más humanista al enfoque curricular basado en competencias, argumentando que los sistemas educativos no pueden estar al margen de las necesidades de la vida real y, por tanto, opta por una enseñanza basada en el desarrollo de habilidades prácticas, pero siempre contextualizadas en la lógica interna de cada disciplina académica. El apoyo a las competencias dado por una de las asesoras que acompañaron a la actual ministra de Educación el pasado 26 de marzo, en la presentación del nuevo currículum escolar derivado de la aprobación de la LOMLOE (Ley Orgánica para la Modificación de la Ley Orgánica de la Educación), que comenzará a aplicarse al inicio del año escolar 2022-2023, va en el mismo sentido, aunque en este caso la desaparición de una buena parte de los conocimientos académicos fue justificada por una razón tan convincente como esta: «Porque los currículos actuales son inabarcables».

Es decir, según dicho planteamiento, el objetivo fundamental de los modernos sistemas educativos es fomentar en el alumnado competencias prácticas que satisfagan en cada momento histórico las necesidades del mundo empresarial y no tanto la enseñanza de conocimientos epistemológicos, anclados exclusivamente en la memoria de trabajo. Por ello, este modelo, al igual que sucedió con la creación del Espacio Europeo de Enseñanza Superior, fue muy criticado por sectores intelectuales ligados a los movimientos y a los partidos de la izquierda, ya que ello supone una mercantilización del sistema educativo. Lo verdaderamente curioso (al menos para mí) es que hoy en día ese discurso mercantilista, defendido por pedagogos y psicopedagogos tecnócratas que trabajan siempre al servicio del poder, sea impuesto por gobiernos del espectro de la izquierda y aceptado por grupos que se autodenominan anticapitalistas.

Si se compara el currículum escolar derivado de la LOMLOE (PSOE) con el de la LOMCE (PP) se comprueba que las competencias curriculares son prácticamente las mismas. La única diferencia es que en la nueva ley son ocho y en la anterior eran siete. Ello demuestra que el motivo de haber aprobado otra nueva ley de educación no es por el desfase curricular de la anterior, como dijeron la ministra de educación y los dos asesores que la acompañaban, sino por motivos exclusivamente ideológicos, tales como éstos: la religión deja de ser una asignatura obligatoria; deja de garantizarse el derecho de los padres a elegir para sus hijos un colegio público, concertado, o de educación especial; se suprime la garantía de que el castellano sea la lengua vehicular obligatoria en las escuelas de todas las comunidades autónomas. Solo hay una diferencia fundamental en algo relacionado con el currículum escolar: la rebaja de la exigencia académica, tal y como lo evidencia el hecho de que en la anterior ley había que aprobar una prueba para obtener el título de ESO y de Bachiller y ahora se concederán esos títulos incluso teniendo asignaturas suspensas.