Aunque no es demasiado aficionado al cine, supongo que José María Aznar vería en sus años mozos la famosa película Watergate , protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford, encargados de encarnar a los dos más famosos reporteros del Washington Post : Woodward y Bernstein. Si tuvo ocasión de admirar aquella interpretación, tal vez se interesase por la investigación real, meticulosa, y llena de sorpresas, que ambos periodistas consagraron en la realidad a Richard Nixon, más conocido como Dick el Tramposo .

Nada entonces podía hacerle vislumbrar al futuro presidente español que, un buen día --malo, para él-- Bob Woodward, justamente convertido en uno de los más famosos periodistas del mundo, le dedicaría una inusitada atención, y sabrosas líneas, en su último y revelador libro de investigación: Plan de Ataque , en el que desvela las claves del entorno de George W. Bush para invadir el Irak de Sadam Husein.

Woodward, en efecto, destripa los prolegómenos de la guerra desde la cúpula misma de la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA y esas otras agencias especiales que operan en una casi absoluta clandestinidad, e impunidad. Demuestra, o cree demostrar, que la invasión iraquí, al margen del descubrimiento o no de armas de destrucción masiva por parte de inspectores de la ONU, era un hecho cantado, una guerra anunciada en el santuario privado de los Bush, cuyo patriarca, el viejo petrolero tejano, no había logrado rematar la faena durante la Guerra del Golfo. Woodward insiste en esa tesis, avalándola con distintos testimonios cuya participación directa en la crisis, dejan escaso margen a la interpretación subjetiva o el error.

Para el investigador norteamericano no concurre la menor duda de que uno de los principales pilares sobre los que se apoyó la declaración de guerra contra Sadam fue el apoyo incondicional del presidente español.

Sobre la estrecha relación que, a lo largo de los dos últimos años, más o menos, han venido manteniendo Aznar y Bush, Woodward aporta la transcripción, aparentemente fidedigna, de distintas conversaciones mantenidas entre ambos, bien de viva presencia, bien a través del teléfono rojo. Aznar estuvo en todo momento informado, por el propio Bush, de las complicadas maniobras que Estados Unidos tuvo que orquestar en la sede de Naciones Unidas para superar la resistencia del organismo internacional a conceder vía libre al uso de la fuerza. Incluso, a petición del presidente norteamericano, el español no tuvo inconveniente en presionar al premier chileno, Lagos; probablemente iba a intentarlo también con Fox, pero el mexicano le paró los pies en aquella célebre y desangelada visita que un vicario Aznar giró al Distrito Federal. A cambio de todos estos equilibrios sin red, Aznar pidió a Bush que telefonease a Juan Carlos, para prevenirle antes del ataque. El Rey, al parecer, se limitó a agradecerle la información, absteniéndose de comentarla.

La foto de las Azores y aquella otra en la que José María Aznar posaba con los líderes mundiales con los zapatos sobre la mesa, y fumándose un puro, adquieren, a la luz de la investigación de los hechos, una complicidad y trascendencia mayor.

*Escritor y periodista