Al menos cuatro de cada 10 ciudadanos estadounidenses tienen entre sus antepasados a alguien que pasó por la Isla Ellis, allí donde llegaban los emigrantes huyendo de la violencia, de la miseria y del hambre, procedentes de cualquier lugar del mundo. En lo que hoy es un magnífico museo sobre la emigración, unos 700 funcionarios los sometían a exámenes policiales y médicos. Los que eran identificados como portadores de enfermedades infecciosas, tuberculosis por ejemplo, enfermos mentales (test de inteligencia incluidos) y, lo que se reconoce menos, sindicalistas en sus países de origen, eran devueltos a las navieras que tenían la obligación de repatriarlos. Si añadimos los muy abundantes ciudadanos negros y los millones de hispanos que también son ciudadanos estadounidenses y que nunca pasaron por la Isla, podemos concluir sobre cómo se configuraron demográficamente los EE.UU. Hoy miles de personas, familias enteras, huyendo también de la violencia, de la miseria y del hambre en sus países de origen, en condiciones muy duras, se dirigen hacia la frontera con la pretensión de conseguir una vida mejor. Sólo que esta vez no les va a recibir la estatua de la Libertad, como antaño, sino a la luz de la promesa de Trump, 15.000 militares con la orden de disparar a la menor provocación. Su «patio trasero» es una olla a presión y alguna responsabilidad tienen en ello los sucesivos moradores de la Casa Blanca. Trump además, quiere negar la ciudadanía, de manera anticonstitucional, a los hijos de inmigrantes. Todo sea por la ¿pureza de la raza?.

*Profesor de universidad