Los nuevos exiliados, intelectuales, artistas, ya no lo son únicamente en función de sus ideas.

Un éxodo creciente atribuye el origen de su expatriación a la convivencia imposible de sus respectivos países. Sería, por ejemplo, el caso de Juan Carlos Botero, joven novelista colombiano ayer de visita en Zaragoza para presentar su último sueño de ficción: una apasionante novela titulada La sentencia , que a mí, particularmente, me ha hecho disfrutar, y aguardar con impaciencia la nueva.

Los Botero son una familia de referencia en Colombia. El padre, Fernando, una de cuyas exposiciones, Tauromaquia , pudo admirarse hace algún tiempo en La Lonja zaragozana, reside y trabaja actualmente en París. Además de un extraordinario pintor y escultor, Fernando Botero es un hombre generoso: buena parte de su obra ha sido donada a museos de Medellín y Bogotá. Paradójicamente, al hacerse público el valor de las piezas aumentó su inseguridad personal. Temiendo que pudiese ser objeto de un secuestro -experiencia ya sufrida por alguno de sus allegados-, tuvo que emprender sucesivos cambios de residencia.

Su hijo Juan Carlos comparte o padece también ese amargo destino.

Siendo columnista político de El Espectador , uno de los periódicos más combativos con los grupos que desestabilizan Colombia, vio caer, en impunes crímenes anónimamente firmados por sicarios, a su director y a varios de sus compañeros. Hoy, entregado a la literatura, añorando sus raíces, asistiendo con angustia, pero con una indesmayable esperanza, a las convulsiones que sacuden su tierra, reside, como tantos sudamericanos, en Miami.

Cuando habla de Colombia algo se estremece en su interior.

Sus ojos se iluminan al recordar la magia de los cayos, San Andrés, Providencia, la Bahía de Las Almas, los baluartes de Cartagena de Indias.

En esos arrecifes aprendió a nadar, navegar, bucear. A descender veinte metros a pulmón para capturar langostas. A explorar la fauna submarina y buscar tesoros de galeones hundidos.

En una ocasión, junto a su lanchón de buzo, surgió el lomo de un tiburón ballena de nueve metros de largo. Juan Carlos no se lo pensó. Se puso sus aletas, sus gafas, se botó al mar. Sus manos capturaron la aleta dorsal del monstruo y así, prendido, acoplado, comenzó a descender, a hundirse en el oceáno. Mientras arriba, en la superficie, la sombra del barco se hacía más y más pequeña, hasta reducirse al tamaño de un corcho, pudo sentir la piel viva del animal y el viento de las gigantescas agallas expulsando aire, pero sobre todo pudo experimentar la grandeza del mar, contrastada por su propia y trascendental pequeñez. De experiencias tan maravillosas y auténticas como ésta se nutren sus relatos, en los que el mar, en su profundidad continental, es tantas veces protagonista.

Hoy, Botero bucea en Miami, pero sobre todo, como diría su admirado Vargas Llosa, escribe y sueña que escribe. Algún día, pronto, ojalá, tal vez pueda regresar a Bogotá sin necesidad de guardaespaldas o coches blindados.

Hasta entonces, lo sostiene la memoria.

*Escritor y periodista