En los últimos tiempos ha proliferado una nueva tribu urbana, dedicada a difundir noticias falsas, a tergiversar los hechos históricos y, sobre todo, a insultar. Para lograr sus turbios objetivos se amparan en la posibilidad de publicar que le brindan las redes sociales y las ediciones digitales de los diarios, escondiéndose bajo la careta del anonimato. Como no publican sus libelos con sus verdaderos nombres y apellidos, resulta imposible saber quiénes son. Lo único que sí se sabe con absoluta certeza es que jamás emplean argumentos lógicos ni científicos para rebatir las ideas de quienes a ellos les resultan intolerables, limitándose a escupir una reducida panoplia de calificativos insultantes, tales como retrógrados, fachas, fascistas, franquistas y últimamente españolistas.

Por desgracia, podría ilustrar lo que acabo de decir en el párrafo anterior con centenares de ejemplos, pero solo voy a citar el último comentario que hizo un tal «proskrito» al artículo que publiqué el día 7 de enero en este diario, titulado Segunda vuelta, ya. En dicho artículo defendía una modificación de la actual ley electoral para que cuando ningún partido político obtenga la mayoría absoluta, se celebren nuevas elecciones en las que compitan los dos partidos más votados. Es decir, pedía una ley electoral semejante a la de la mayor parte de los países democráticos. El criterio que utilizaba para defender esa tesis era que la consideraba mucho más democrática que la actual. Pues bien, ese enigmático personaje publicó el siguiente comentario en la edición digital del diario: «No sé qué hacemos teniendo que aguantar a este señor franquista que escribe aquí como si estuviera todavía mandando en capitanía general de plaza de Aragón».

Si se lee mi artículo, queda meridianamente claro que las tesis que defiendo nada tienen que ver con ningún régimen dictatorial. Por otra parte, tilda de franquista a una persona como yo que fui multado, encarcelado y expulsado de un importante trabajo por mi destacada lucha contra esa dictadura. Pero lo más chocante es que me acuse de escribir como si todavía estuviera yo mandando en la capitanía general aragonesa, siendo que me libré de hacer el servicio militar obligatorio por ser hijo de una viuda que necesitaba mi salario para poder comer.

Hay quien opina que esa tribu de nuevos inquisidores se ha extendido como una mancha de aceite en los últimos tiempos porque resulta imposible evitar que sus miembros se cuelen por las rendijas de internet. Es cierto que internet es un confortable hábitat para esta reala de cobardes que necesitan el anonimato para insultar a quienes no comulgan con su ideario, suponiendo que tengan alguno. Sin embargo, yo creo que esos infectos personajes quedarían inermes si los responsables de esas redes sociales y los administradores de la sección de comentarios de los diarios digitales les exigieran publicar con sus verdaderos nombres y apellidos.

La antítesis de esa tribu de inquisidores es la que integran las personas que envían sus propuestas y comentarios a la sección de «cartas de los lectores» en los diarios de papel. Cada día leo dos diarios en formato papel y lo primero que hago, después de haber visto las portadas, es pasar a leer las cartas enviadas por los lectores y lectoras. Lo que más me maravilla es lo bien que están escritas, la vasta cultura que irradian, la corrección y el respeto usado para criticar los escritos e ideas de otras personas y, sobre todo, el rigor empleado para argumentar a favor o en contra de alguien. No sé si el motivo de que en dicha sección no existan los insultos y comentarios banales de los nuevos inquisidores a que me refería antes se debe al mero hecho de que sea obligatoria para su publicación la identificación real de los autores, o si la auténtica razón radica en la cuidadosa selección que hacen los periodistas encargados de coordinar esa sección.

Cuando he terminado de leer esa sección, suelo quedarme unos minutos pensando en la gran cantidad de gente anónima que existe en nuestro país, culta, educada y crítica, y en cómo aprovechan las escasas oportunidades que le brindan los grandes medios de comunicación para expresar sus ideas con la misma calidad literaria y corrección que la de los periodistas y colaboradores. Quizás haya alguien que defienda que la verdadera libertad de expresión requiere que no sea necesario atenerse a unas determinadas reglas del juego, ni que nadie pueda comprobar si el escritor las respeta, o que tenga que identificarse. Yo no opino de ese modo, pero entiendo que, desde una perspectiva estrictamente filosófica, otras personas defiendan que el uso de la libertad es incompatible con la existencia de cualquier regla. Lo que no puedo admitir, y mucho menos justificar, es que se permita que en nombre de la libertad se les dé cancha a personas que lo único que pretenden es la unidimensionalidad del pensamiento, tal y como lo demuestra el hecho de intentar acogotar a quienes no piensan como ellos, valiéndose del insulto y de la calumnia, actuando emboscados en la cobardía del anonimato.

*Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza