Las pasadas elecciones del 14 de marzo han supuesto un retorno a la normalidad democrática después de tres años de deterioro de la vida política y de violación de la Constitución. Un periodo en el que el divorcio entre el Gobierno de la nación y la sociedad española ha alcanzado cotas de auténtica esquizofrenia, como quedó de manifiesto cuando José María Aznar decidió embarcar a España en la guerra de Irak con entre el 80% y 90% de los españoles en contra, según todas las encuestas.

El nuevo talante de gobierno manifestado por José Luis Rodríguez Zapatero ante el comité federal del PSOE, de convertirse en realidad, supondría una bocanada de aire limpio en la enrarecida atmósfera gubernamental.

Pero un cambio de estilo, de maneras, con ser necesario no es, sin embargo, suficiente. Porque el problema que ha quedado de manifiesto durante la última legislatura es que los mecanismos legales y políticos que deben asegurar el normal funcionamiento de la democracia en España no han funcionado.

España ha sido gobernada desde la arbitrariedad en asuntos esenciales, con muchos ruidos de protestas pero sin mecanismos para evitar que el Gobierno se adentrara en la ilegalidad. Las consecuencias de esa política han sido visibles en los atentados del 11-M y con el escandaloso espectáculo de ineptitud y manipulación ofrecido por el Gobierno de Aznar.

CIERTAMENTE,la construcción de la unidad europea sitúa a los estados-nación ante el reto de acomodar su legislación a las nuevas realidades políticas y sociales de la UE. Realidades que generan a su vez legislaciones europeas que, en ocasiones, entran en conflicto con las existentes en los diferentes países. Por otra parte, la pertenencia a organizaciones militares supranacionales como la OTAN debe armonizarse con la política militar tanto de la UE como de España.

Pero ni un caso ni otro justifican que el Gobierno español adopte medidas que violan manifiestamente lo que establece la Constitución española, que es la norma reguladora superior de nuestro Estado. En otras palabras, no se puede aprovechar la necesidad de adecuar la legislación a las nuevas realidades para ignorar la legislación existente e instalarse en una política de hechos consumados que se rige por la arbitrariedad del gobernante de turno. Es una actitud que coloca al Gobierno al margen de la legalidad, algo inadmisible en un Estado de derecho.

Por ello, amén de buena voluntad, sería indispensable que el nuevo Gobierno emprendiera las reformas legales necesarias para evitar que ni él ni ningún otro Gobierno que pueda sucederle meta al país en una guerra violando lo establecido por la Constitución española. El presidente de Gobierno de España no tiene la capacidad constitucional de declarar la guerra (sólo las Cortes en pleno con el refrendo del Rey pueden hacerlo) y, si lo hace, el Código Penal prevé una pena de entre 15 y 20 años de cárcel. Tan severa como grave es el delito. Que a la declaración de guerra no se la llame declaración de guerra, sino reunión en las Azores, y que a la guerra tampoco se la llame guerra, sino operación internacional, no son más que juegos semánticos, palabrería. Lo que resulta terrible es que, una vez cometido el delito, éste sea en la práctica imposible de perseguir, pues se deja tan sólo en manos de la mayoría absoluta del Parlamento la posibilidad de querellarse contra el Gobierno.

El sistema español establece que sea el Parlamento por mayoría absoluta quien designe presidente de Gobierno, de modo que encomendar a la mayoría que le sostiene hace que el presunto delito resulte impune. El nuevo Gobierno debe modificar la ley de modo que haya espacio a la querella ciudadana en este tipo de delitos.

LA POSICIONinternacional de España debería entrar dentro de lo que generalmente se llama política de Estado, terreno en el cual resulta imprescindible un acuerdo de mínimos entre las fuerzas políticas para que el papel internacional de la nación no quede sometido a los bandazos y regates de la disputa partidista.

Ese acuerdo existía antes de que el Gobierno de Aznar rompiera la baraja y decidiera convertirse en escudero del imperio. No se puede mandar tropas al extranjero en condiciones que hagan necesaria su retirada por un nuevo gobierno, ni crispar al país con políticas que rompen el clima de diálogo sobre el que se ha construido la democracia española. Esas actitudes desprestigian a España en el concierto de las naciones y desestabilizan nuestra convivencia. Al nuevo Gobierno le toca enmendar el desaguisado de la era Aznar, pero también sentar las bases para que nunca más vuelva a repetirse.

*Escritor