El hombre civilizado se apoya en liturgias para enraizar su existencia en unos hábitos que le hagan reconocerse como humano; llegados a estas fiestas, la celebración obliga a exacerbar los deseos de bienestar para los demás en un epígrafe necesario de bonhomía que nos hace sentir bien por unos días. La tradición cultural cristiana es un paraguas protector de una existencia llena de injusticias, que si no tuviera paréntesis como los de la Navidad, sería irresistible de puro cruel. Pero las tragedias ni siquiera respetan nuestras conmemoraciones cristianas: las pateras siguen vadeando el Estrecho trasvasando sueños que en muchos casos se dirigen a la muerte; las carreteras se siguen cobrando víctimas en cada madrugada y los indigentes pasan frío en las grandes ciudades. Siquiera los ecos de las estadísticas de las injusticias no aparecen tanto en los periódicos. Pero no hay esperanza, porque después de estas fiestas el neoliberalismo seguirá predicando la ley del más fuerte y solo los roperos de las parroquias y las ONG serán un pequeño chubasquero en esta tormenta. No es que hoy me haya levantado pesimista, sencillamente he hecho un repaso de la vida cotidiana de un mundo que se ha resignado ya a cabalgar a lomos de la desigualdad y de la injusticia que ahora se llama globalización. No he podido esperar a enero para este desahogo emocional en unas Navidades que ya no son alegres por el puro ejercicio de la memoria cotidiana. Se retirarán los farolillos de las calles para guardarlos en papel burbuja, para que vuelvan a iluminar la existencia el año que viene, en que por unos días jugaremos todos a parecer que somos buenos. *Periodista