Estas vacaciones me ha llegado alguno de esos mensajes de odio que se traga la mitad de la población, por muy inverosímil que resulte. Es un poco el equivalente al negro del guasap, que unos se lo creen, otros lo dudan y otros… en fin, que nos desviamos del tema. El mensaje, que llegó después del atentado de Barcelona y Cambrils, era un audio en el que una mujer decía que echaba de menos ver a los musulmanes en masa manifestándose diciendo no al terrorismo. El audio empezaba con un tono normal y acababa con una voz crispada por el odio. Impresionante. No lo que decía, que eran memeces, sino esa escalada de violencia verbal con el alegato final saliéndole de las tripas. También era impresionante quién me lo enviaba, una amiga culta y moderada que, en un momento de indignación, había decidido rebotar el mensaje entre sus contactos. No me lo podía creer: tú no, por favor, que eres inteligente, recuerdo que pensé. Le contesté lo siguiente: doy por hecho que los musulmanes no son terroristas, no necesito que salgan a la calle a decírmelo. Lo mismo que nunca pensé que todos los vascos fueran etarras ni todos los hombres, unos machistas asesinos de mujeres. No necesito que la gente me manifieste lo obvio, ni que todo el mundo se posicione públicamente todo el rato sobre todas las cosas. Sé que ahora es fácil: con las redes sociales nos cuesta un minuto quedar bien. Pues conmigo que no cuenten. Por cierto, mi amiga, que como les decía es muy inteligente, me contestó reconociendo que el mensaje era un sinsentido. Y por eso la quiero tanto. H *Periodista