Hace unos años, en un encuentro de personas muy sensibles con la inmigración y la diversidad cultural, tuve la mala idea de hacer una broma sobre Marruecos. La reacción que provocó fue sorprendente. Ofendí a una de las personas allí presentes, que me acusó de fomentar no sé qué mientras él, que no era marroquí, se esforzaba en luchar contra los estereotipos y etcétera. De repente, me sentí muy poco inmigrante, muy poco consciente de la opresión que sufría el colectivo al que pertenecía, avergonzada por haber hecho una broma sobre un tema tan serio. Entre marroquís algo así no es que no me hubiera pasado nunca, es que estaba acostumbrada a escuchar chistes muchos más incorrectos del que había dicho yo.

Bastante tiempo después, en una entrevista de verano que quería ser relajada, contesté a una pregunta sobre el burka con otra broma. Me valió un artículo en forma de bronca de una mujer feminista que me recordaba, a mí, lo que suponía para la dignidad de la mujer el uso de esa pieza de ropa.

El humor es un fenómeno complejo, cargado de connotaciones culturales, condicionado por el contexto tanto de quien hace la broma como del que la recibe. Cosas que en un espacio determinado pueden hacer mucha gracia en otro pueden ser de mal gusto, ofensivas o herir sensibilidades. Sabemos que hay quien lo utiliza para denigrar a un sector de la sociedad, usándolo de forma sistemática contra este desde una posición de superioridad, pero también es cierto que forma parte del mecanismo fundamental de la ironía traspasar los límites de la corrección. En este sentido, es un instrumento poderoso para hacer frente a ciertas realidades, sobre todo desde dentro, mofándonos de nosotros mismos.

Pero en los últimos tiempos, ay, bromear se ha convertido en un asunto terriblemente serio. La última polémica la ha protagonizado Rober Bodegas con unos chistes sobre gitanos que le han costado no pocas amenazas de muerte y reacciones furibundas por parte del colectivo. El cómico ha acabado disculpándose, pero es sorprendente la virulencia con la que se le ha atacado.

Es verdad que, tal como decía Ferran Monegal, el chiste cambia mucho según quien lo diga y con qué objetivo, pero excepto casos tan flagrantes como el de Donald Trump, ¿quién puede juzgar las intenciones del que ironiza? ¿Solo pueden hacer bromas de gitanos los gitanos? ¿Solo pueden ser políticamente incorrectos los que han demostrado su sensibilidad con los derechos de quienes son objeto de mofa?

En casa nos encantaba Makinavaja, lo esperábamos cada tarde mis hermanos y yo, y eso que había un personaje que era el Moromierda. Nunca nos ofendió porque era tan caricaturesco como el resto de personajes, pero aunque así fuera, nunca se nos habría ocurrido amenazar de muerte a Ivà. Dudo mucho que una serie como esa se pudiera hacer ahora.

*Escritora