Ahora todo el mundo se pone a dar conciertos en los balcones, enarbolando saxofones, violines y flautas como si no hubiera un mañana. Cuando me asomo tímidamente a escuchar alguna canción, siento que los vecinos de enfrente me miran mal, como diciendo, y tú, ¿no nos vas a tocar nada? ¿Acaso no tienes ningún instrumento? Tras un mes de encierro, he sucumbido por fin. Me he picado, vale; soy débil por naturaleza, me falta carácter. También me falta talento musical, pero eso es lo de menos.

El caso es que he recordado que en el trastero guardo una vieja guitarra. Por cierto, esa guitarra tiene una buena historia: se la robé a un tuno borracho (perdón por la redundancia), que se la dejó olvidada en la pared de un bar y se fue dando tumbos, perdiéndose en la noche tras la estela de alguna inalcanzable mujer. Media hora después, viendo que no volvía nadie a por ella, la tomé con decisión, como si fuera mía, y me la llevé apresuradamente a mi casa.

Nada más llegar, la saqué de la funda con cierto nerviosismo, como temiendo que en su interior se encontrase alguna bomba o cualquier peligro en lugar de lo que, por supuesto, había: una guitarra casi nueva, que se me antojó ya entonces maravillosa. Estaba en muy buen estado además. Le quité con suma delicadeza las pegatinas de la Tuna de Derecho y —ya limpia e inmaculada— la rasgueé y acaricié dulcemente, sintiéndola mía. Mi carrera (delictiva y musical) comenzaba. Es un decir, claro, porque triste y lamentablemente nunca emprendí camino en el proceloso mundo de la música. Sin embargo ahora, muchos años después, creo que es el momento de darle un buen uso a la guitarra y relanzar mi inexistente carrera. Temblad, vecinos, lo peor del confinamiento llega ahora.

*Escritor y cuentacuentos