Repita conmigo muchas veces la palabra ombligo y acabará pareciéndole lo que es, un accidente corporal inútil, con algo de mantra en el nombre y cierta tendencia a almacenar pelusilla. Pruebe con ónfalo, es lo mismo, pero tranquiliza pensar que los antiguos griegos creían que había un lugar en la tierra, Delfos, que era el ónfalo o centro del universo. Esa circunstancia mítica le otorga cierta legitimidad a nuestra tendencia natural a mirarnos el ónfalo y a conectarnos umbilicalmente con quienes lo tienen parecido al nuestro.

El ombligo, reminiscencia de nuestra etapa fetal, es el refugio y también el oráculo. El ombligo y su observación atenta es una forma de protección, pero también es el modo que tenemos de aislarnos en grupo. Una vez identificado el ombligo común, enseguida surge la necesidad de reforzarlo y de defenderlo: que ninguno de los nuestros salga de él y que ningún extraño ose traspasar la puerta sin que antes podamos examinar su ombligo. El ombliguismo colectivo tiene a veces forma de nación, otras de ideología, otras de religión o incluso de familia. En cualquier caso, el ombliguismo siempre es sectario; se vive bien a su amparo, proporciona un calorcito reparador, que nos consuela y que constata que fuera de él puede hacer frío, mucho frío.

Es muy fácil entender su éxito y muy difícil prescindir de él. La propaganda a su favor es constante, tanto que ya ni la distinguimos. Es muy fácil convencer y vencer poniendo el ombligo por delante de cualquier otra consideración. Ante el ombligo, palidecen otros valores que sólo sirven para llenarse la boca: la solidaridad, el amor universal, el sentido crítico, la libertad, la posibilidad de justicia, el respeto, el diálogo, el bien común y tantos otros que exploran otras partes del cuerpo menos ocultas y más democráticas, como la boca, los oídos, los ojos, las manos y también el alma, que no es del cuerpo pero lo sustenta.

A veces un territorio enloquece, o enloquece una parte de su población lo suficientemente numerosa como para imponer su ombliguismo al resto y hacer ver que su unidad umbilical es universal, dentro de su autocentrado mundo. A veces, ese ombliguismo colectivo alcanza tal nivel de virtud que llega a convencer de su bondad y pureza incluso al enemigo que le da existencia.

Otras veces, por contraposición, ocurren casos de lo que podríamos llamar ombliguismo saludable: véase por ejemplo el territorio llamado «Matarraña, La Terra Alta y Els Ports», que desafía toda territorialidad establecida como un auténtico obús antisistema: tres provincias (Teruel, Castellón y Tarragona), tres comunidades autónomas (Aragón, Comunidad Valenciana y Cataluña), varias lenguas y dialectos (español, catalán, valenciano…). Todo ello, sustentado tan sólo por la endeble entidad local menor que es la comarca. Ahí, lejos de los focos, entre la montaña y el mar, se practica la convivencia extrema en una Arcadia feliz amenazada a partes iguales por la España vacía y por la lucha de soberanías cruzadas. Todo un ejemplo de equilibrio en el precario mundo rural.

Y mientras tanto, en las Españas, ahí seguimos, sumidos en mesas de diálogo que tratan de resolver un problema que ya no es ni político ni jurídico, sino cuántico. Ahí estamos, abrazando la contradicción en Perpignan, convertida por unas horas en lo que vaticinó Salvador Dalí, sin saber lo que decía cuando dijo aquello de que «Perpignan es el centro del mundo», como si pensara que Perpiñán fuese un nuevo Delfos. Ahí estábamos, tan tranquilos y cuasi garantizando toda la legislatura, vía aprobación en el Congreso del techo de gasto de dos años consecutivos... cuando, de repente, un extraño.

Sin comerlo ni beberlo, llega un cisne negro disfrazado de coronavirus chino en pleno carnaval. Y es algo que no esperábamos, algo que no podemos ver ni oír ni oler ni tocar, algo que, desde la oscuridad de lo infinitamente pequeño, amenaza los que creíamos tan grande, tan absoluto, tan nuestro y de nadie más.

El Covid-19 es la paradoja microscópica que nos iguala a todos al tiempo que nos aisla. El coronavirus es algo que nos hacer olvidar las inexistentes diferencias de nuestros ombligos, algo que nos va acorralando cada vez más, primero en nuestro país, después en nuestra ciudad, después en nuestro barrio; y que por último nos deja solos, recluidos y muertos de miedo en la república independiente de nuestra casa, mirando por encima de una ridícula mascarilla cómo se nos encoge el ombligo ante la volubilidad de las fronteras.

*Escritor